25.5.10

Sueño de la impaciencia por llegar a casa

Soñé.
     [...] Estoy en un colegio, a la salida de clases, donde se toman los buses que los llevan a todos a casa. Queda en un barrio popular lleno de bullicio y gentes indígenas, en las lomas al sur de Bogotá. Las rutas son buses viejos decorados con avisos y letras recortadas en papeles de colores, una especie de chivas con vidrios. Una de ellas tiene un aviso que dice «TAREAS». Me imagino que los niños que viajan allí van a un salón donde les ayudan con sus tareas. Yo no soy una niña, soy una vieja que solo quiere irse a casa. Sé que si llego cerca de la casa de mi abuelita {es el barrio de ella} será territorio conocido y podré bajarme.
     Tomo el otro bus {que no tiene aviso} sin preguntar nada. El bus arranca. Identifico una calle muy empinada, lo más alto que conozco del barrio, pero pasamos de largo y el bus coge por otro lado. Hay una calle donde venden fritangas y otras cosas en parrillas callejeras. Imagino que es muy barato comer ahí {están llenas}. Pienso en bajarme, pero no quiero carne. Quiero salir del barrio {¿ya no busco la casa de mi abuela?} y sigo en el bus. Luego toma por calles que desconozco por completo. Cuando me doy cuenta, todos los otros pasajeros ya se han bajado, soy la única que sigue en el bus. Yo y la conductora, una indígena de tez morena que «carga» el bus, más que manejarlo. Le pregunto si falta mucho, pero no entiendo lo que me contesta.
     Cuando llegamos, estoy más perdida que antes de subirme. Es un barrio en medio de las montañas, indígena y boliviano. Camino por unas trochas angostas y empinadas. Hay gente delante y detrás mío, caminando en las misma dirección. Adelante de mí va una niña pequeña de cuatro o cinco años. Yo llevo algunas cosas en la mano, una especie de atado de collares y pequeños juguetes de plástico. De algún modo las cosas son de la niña, ella quiere que se las dé. Nos entendemos sin palabras, un poco como los niños.
     No sé dónde estoy y sol quiero llegar a casa, ver algo conocido. En arrebatos de impaciencia, primero se me caen por un barranco unos juguetes que la niña quería, donde ya no se pueden alcanzar. Luego  jalo uno de los collares que la niña me pide, y se rompe. Era de cuentas de colores, con una bolsita tejida en las mismas cuentas a manera de dije, que tenía algo por dentro. Cuando se rompe el fondo de la bolsa se vacía y se pierde lo que había. La bolsa queda rota, prendida al resto del collar. No es bueno. Quiero alcanzar a la niña y dárselo, quizá pedirle perdón, tratar de arreglarlo, pero ya no la alcanzo. Pienso en conservar el collar como un amuleto, pero está incompleto. ¿Qué había dentro de la bolsa? El asunto me fastidia un poco.
     Sigo caminando, sigo en ese barrio. Venden pañolones bolivianos, azules como el que tengo. Debería comprar alguno, quién sabe cuándo vuelva, pero es mucho peso. Entro a una casa, o un local. Todos son indígenas, muy morenos, de cabellos largos. Yo soy una anciana, pero no soy tan morena como ellos. Un hombre alto, con sombrero, me dice algo sobre aprender a usar esos grandes pañolones. En el piso, extendidas, hay unas grandes piezas de un cuero grueso, oscuro y lustroso. Las usan para cabalgar o algo así, pero de modo similar a los pañolones de tela. Yo respondo algo sobre lo difícil que es usarlas, no me siento capaz. Hay una anciana como yo que me dice algo {quizá se burla de mí como los indios viejos}. Su espalda está encorvada y desnuda. Es morena, y su piel es brillante y fuerte como la de un negro, imagino que por las largas jornadas bajo el sol. Se echa un fardo encima y se va, riendo y burlándose. Mi espalda no es como la suya. Y yo no sé usar todas esas cosas. Me siento un poco avergonzada de mí misma [...].

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