30.7.10

Sueño del robo de la camioneta {soñado en la Amazonía}

Soñé que nos robaban la camioneta, a mis padres y a mí.

{...} Vamos montados en ella {¿papá maneja? ¿o yo?}, bajando por la calle de la casa de ellos que da a la carrera 30. Hay un parque allí. Es de noche. ¿Parqueamos? Nos bajamos {¿o vamos a subirnos?}. Dos hombres se acercan, sospechosos pero disimulan. Antes de que nos subamos nos agarran, debemos correr para evitarlos. Son indigentes, tienen mal aspecto. Uno es medio travesti. El otro es moreno, lleva gafas oscuras, como de mafioso. Pero son indigentes.

Corremos desesperados en medio de un miedo enorme, normal para la situación. Queremos salvar la camioneta. Aunque van a robárnosla, ellos nos persiguen a nosotros. Su estrategia es dividirnos. Ellos son dos, nosotros somos tres. Yo trato de evitarlo, quedarme junto a papá, pero no lo consigo. Debo correr. Quizás están armados con armas blancas.

De alguna forma los burlamos, por instinto, sin pensarlo. Además estamos separados, no podemos comunicarnos entre sí. Corremos por nosotros y por la camioneta. Yo trato de buscar a mamá o papá mientras corro. Saber si están bien. Veo a papá, tratando de esquivar a uno de los hombres. A mamá no la veo, sigo corriendo, pero trato de hacerlo en círculos en vez de en línea recta. No quiero alejarme de la camioneta, quiero recuperarla. Al fin lo logramos. Volvemos a subirnos, los tres. Qué susto. Lo comentamos entre nosotros. Después del susto viene la indignación, es el colmo, no debería pasar esto.

Lo peor es que por ahí cerca hay uno −o varios− policías, de a pie o con moto. Están parados en una esquina, sólo miran, pero no hacen nada. Se hacen los que no se enteraron, como si no se hubieran dado cuenta, pero tuvieron que haberlo visto. Estaban ahí y la escena del robo era evidente. Todo esto sucedía en medio de la gente que pasaba, en plena calle. ¿Es de día? Nadie hace nada, no recibimos ayuda de nadie, como si no se dieran cuenta.Pero la persecución es evidente. Ellos tienen facha de ladrones y nosotros de gente corriente.

Hay un político, un diplomático que es responsable de estas situaciones. Debería hacer algo, pero de algún modo sabemos que forma parte de la banda de ladrones. Lo vemos, en medio de un trancón, en una camioneta burbuja de las que en la vida real sólo usan los narcotraficantes y los políticos {es curioso que sean los mismos}. El carro del político va junto a nosotros en el trancón. O quizás están parqueados y los vemos al pasar. Tampoco hacen nada, pues el político que está follando con una mujer en la parte de atrás de su camioneta. Se alcanzan a distinguir sus figuras detrás de las ventanas empañadas de vapor. Él sobre ella, totalmente desnudos. Lo hacen en medio del tráfico. No les importa: tienen guardaespaldas y conductores. Nadie puede hacerles nada.

Los vemos y sabemos que son responsables de lo que nos pasó. Es el colmo, estamos indignados. Y los policías no hacen nada, no sirven para nada. Están ahí, con su uniforme verde, ocupándose de asuntos menos importantes. Cualquier cosa menos el robo rampante que se da frente a ellos.

Seguimos en la camioneta, damos la vuelta al barrio y volvemos a bajar por esa misma calle; esta vez hay un trancón, un semáforo en rojo. A diferencia de la primera vez, hay mucho tráfico. Le digo a mamá −o al que maneja− que estacione en un lugar que hay libre, media cuadra más arriba del primer robo. Es una calle comercial y es de noche. Queremos parar para reponernos del susto, descansar. En ese momento yo les estoy diciendo: «¡Nunca más vuelvo a pasar {¿parquear?} por esta calle!». Pero justo después de que lo digo, señalo el lugar de parqueo para que paremos. Caigo en cuenta en el último momento; es la costumbre, porque siempre pasamos y parqueamos por ahí. «¡No, no, espera!», le digo, «...si yo misma acabo de decirlo».

Sí, es la costumbre pero es tarde para arrepentirse: nos van a robar de nuevo, los mismos dos hombres. Mamá ya no puede acelerar para perderlos porque hay trancón {esta vez estamos todos juntos dentro del carro}.Nos roban un limpiaparabrisas: un hombre que pasa frente al carro, caminando disimulado, mirando al frente, dándonos la espalda. Estamos detenidos por el trancón. Él estira el brazo y arranca el parabrisas al pasar. Sigue caminando, ni siquiera corre. Nos indignamos de nuevo, pero no nos bajamos del carro. Es una calle peligrosa, ya lo aprendimos. Es mejor permanecer todos juntos, dentro del carro. Es preferible que nos roben un limpiaparabrisas y no toda la camioneta {además, ¿quién va a defendernos? La gente no haría nada y se ve que no podemos esperar nada de la policía o los políticos. Así pues, sálvese quien pueda}.

Veo al hombre y pienso que se parece a un amigo mío, en el andar despreocupado, el jean usado, las gafas oscuras. Pero no puede ser él. Es distinto, más desgarbado, más alto. Además mi amigo no es un ladrón, no roba. Quizás el hombre se parece, pero no es él. Estos son ladrones callejeros, expertos en su oficio. Saben cómo robar sin ser detenidos.

Entonces les cuento a mis papás que ya antes habían tratado de robarme la camioneta allí, hace un tiempo. Iba yo sola por esa misma calle. No les había contado a ellos para no preocuparlos y porque finalmente no me habían robado nada {iba a escribir que no había pasado nada, pero sí había pasado: ¡habían tratado de robarme!}. Les cuento para reforzar lo que nos acabó de ocurrir y que, de verdad, no volvamos a pasar por ahí. Para vencer la costumbre {...}.


29.7.10

Sueño con el leñador y la cabaña {soñado en la Amazonía}

Otra pesadilla.

{...} Estoy durmiendo sola, en la cabaña. De pronto escucho golpes y siento que vibran las columnas de madera sobre las que se sostiene la construcción, que se estremece. Alguien está talando, justo debajo de mi cama, debajo de la cabaña. Quedo perpleja. Me asusto mucho y empiezo a sudar frío. Los golpes siguen pero ya no siento la vibración. Me siento amenazada. ¿Qué hacer? Estoy sola en medio del bosque. Pienso en un espíritu del bosque que me amenaza. Tengo miedo. Lo único que se me ocurre es rezar el Padrenuestro. Pienso que eso espantará al diablo, si anda por ahí. Eso he oído. Rezo un Padrenuestro completo, silenciosamente, casi mentalmente. Cuando termino sigo escuchando con atención. No sé si la amenaza sigue ahí. Los golpes siguen {está lloviendo otra vez}. Sigo sudando frío. Rezo otro Padrenuestro, quizás tres sean más efectivos. Rezo tres. Trato de poner fe en ellos pero no me puedo concentrar. Percibo vagamente que algo brilla en mi vientre.

Sigo sintiéndome amenazada, ¿hay alguien ahí? Cuando termino, rezo un Avemaría. Le pediré ayuda a la Señora, en la que puedo poner más fe. Rezo el Avemaría. Pienso en rezar nueve seguidas, quizás sean más efectivas. Pero no puedo seguir. Veo que algo sigue brillando en mi vientre. Verde, como algas marinas. Fosforescente. Me lo cubro con las manos. Es un aparato electrónico, como el MP3 o el celular. Trato de apagarlo, de esconderlo. Cada vez tengo más miedo.

Tomo fuerzas y coraje, me giro en la cama {estaba boca arriba} y me asomo por la ventana. Afuera, abajo, en la esquina de la cabaña veo a un hombre. En la penumbra no lo distingo bien. Ojalá sea Panduro. Le hablo, le pregunto algo como «¿qué quiere?» o «¿quién es?». El hombre me mira y me dice: «necesito 250 o 300 mil pesos». No estoy segura de las cifras. Es un hombre mayor, indígena. «No tengo», le digo. «Váyase». No importa si es verdad lo que le digo. Sólo quiero que se vaya. Pero mi voz suena rara, trabada. No puedo hablar bien. Apenas se me entiende lo que digo: como si tuviera la lengua dormida. En el sueño razono que es porque estoy semidormida todavía y no me he acabado de despertar del todo.

Tengo miedo. Estoy sola y no puedo defenderme. El hombre me podría violar. ¿Qué más puede buscar en mi cabaña en medio de la noche? Pero si no puedo hablar bien, quizás no pueda gritar tampoco. Más allá de la cabaña, subiendo una pequeña pendiente, veo a una mujer que camina hacia allá. No nos ha visto. Está como a 50 metros, o más. Se dirige a una cabaña que veo más allá. Pienso que debería llamarla para pedir ayuda, pero siento que no me va a salir la voz, no puedo gritar bien. Este hombre podría hacer lo que quisiera conmigo {...}.

En esas me despierto. Los golpes que escuchaba en el sueño son la lluvia que cae de los árboles, la humedad. Es el mismo sonido que me pareció una carreta en mi ***pesadilla anterior***. En la oscuridad, pienso que estoy sola, aquí. En medio de la nada, en una cabaña de madera con ventanas de angeo, cualquier hombre podría venir a violarme. Chan duerme lejos de aquí. Podría escuchar mis gritos, o no. Hay mucha vegetación para amortiguar el sonido. Tengo un machete y una navaja, pero ninguno a la mano. No sé si pueda dormir nuevamente. Uso el celular como lámpara para escribir esto, presionando teclas al azar. Cuando miro la pantalla, veo escrito allí «aaaaaaajj». Mi grito silencioso.


28.7.10

Sueño con la cabaña rodante {soñado en la Amazonía}

Soñé.

Ahora es un recuerdo borroso, pero cuando lo tuve era tan vívido que deliberadamente no lo escribí en medio de la noche porque estaba segura de que lo recordaría. El resto de la noche seguí soñando, contándole al resto de mis sueños lo que había soñado durante la primera parte de la noche. Se lo conté a mamá, en otro sueño, y era una historia tan larga que hicimos un montón de cosas mientras yo le contaba este sueño...

Ahora todo lo que recuerdo es que yo estaba en la cabaña Asaí, esta cabaña en la que me estoy quedando. Dormía. Tenía un hijo pequeño conmigo. De pronto, me sentí amenazada. Pensé que había entrado alguien a la cabaña. Pero al mirar comprobé que estaba sola. Como anoche llovió toda la noche, el sonido de la lluvia me acompañó todo el rato, una lluvia suave, deslizándose entre las hojas. En medio del sueño, sonaba como el sonido de una carreta, desplazándose lentamente por un camino de tierra. Miré por la ventana. El paisaje se movía. La cabaña era la carreta. Tenía un par de ruedas enormes, de madera, casi tan altas como la casa. Alguien nos estaba arrastrando por el campo, sin que nos diéramos cuenta. No sabía a dónde nos llevaban. Me asusté por mí y por mi hijo. Lo último que ví afuera, reconocible, fue un computador portátil sobre una mesita, puesto al lado del camino. Cuando lo ví, pensé que era nuestra última oportunidad para encontrar el camino, antes de que nos perdiéramos en la mitad de la nada. Más allá solo había vegetación. En el computador habría alguna información de dónde estábamos... después, ya no sabría cómo volver a casa. Pensé fugazmente en salir de la cabaña con mi hijo, a escondidas, pero algo {no sé qué} me impedía llevarlo a cabo y ni siquiera lo intenté. Desperté de este sueño, primero con miedo {era una pesadilla} y luego con mucho alivio de comprobar que mi cabaña seguía en su lugar.

Ya no recuerdo mucho más de este sueño, y me sorprende lo corto que es, pues a mamá se lo contaba largamente a través de varios episodios. En uno estábamos en una iglesia, asistiendo a misa, con un cura grande y canoso, parecido a Ratzinger. Era una ceremonia católica, y el sacerdote nos daba cruces de falso metal para colgarnos en el cuello. Todos las recibían agradecidos, pero yo miraba al cura con desconfianza. Él lo notó, pero a pesar de eso me entregó la cruz. La recibí porque no podía hacer otra cosa, pero no me la puse.

También recuerdo que estuve con Mariana y con Cintya, a ellas también les contaba mi sueño. Íbamos hacia una fiesta, o algo así, Mariana vestida de punketa, como siempre, con mallas diferentes en cada pierna y chaqueta de jean.

Luego estaba caminando por la calle 32 cerca del parque Renacimiento, hacia la calle 26. Iba sola. De vez en cuando volaba por trechos, lentamente, como a tres metros del suelo, dirigiendo mi dirección con los pies. La gente me miraba extrañada. Yo no sabía bien cómo lo hacía, parecía un simple asunto de voluntad, como caminar. No era tan fácil y a veces me iba contra los edificios o los carros, pero de alguna manera que no comprendía lograba detenerme en el último momento para no estrellarme con nada.

En cierto punto, adelante de mí, como a diez pasos, iba un hombre con su hija y un amigo, en una caminata dominguera. Creo que la niña iba en patines. Ellos jugaban juntos y el amigo solamente los acompañaba. Cuando se fijó en mí retrasó la marcha y vino a decirme porquerías mientras me cogía la mano. La tenía áspera y asquerosa, y se lo dije. Me miró burlón. "¿En serio?", dijo, mientras sonreía, "como nunca me la miro...". Me retrasé de nuevo para perderlos, pero el hombre seguía acechándome. Cruzamos la 26 por una cebra, traté de detener mi marcha, pero él también lo hacía. Cuando ví que iban a seguir derecho para meterse en el barrio Panamericano, yo giré hacia el occidente, bajando frente al cementerio hebreo. Aceleré el paso y al fin los perdí del todo.

Había un trancón tremendo de los carros que subían por la 26. En medio del tránsito detenido ví a un hombre que jugaba ping-pong con su hijo adolescente. Corría en medio de los carros para encontrar la pequeña pelota que había rodado demasiado lejos. Me pareció muy peligroso, pero ellos parecían disfrutarlo. Al fin la encontró {admirablemente, pues una pelota de ping-pong es muy pequeña para buscar en medio de un trancón}. Se la devolvió a su hijo y siguieron jugando.

Seguí caminando y llegué al apartamento de Usatama. Estábamos solos con mi hermano, haciendo una sopa. Miré por el ojo mágico de la puerta de entrada y ví a Hercilia que estaba afuera, limpiando la pared. Era una de las aseadoras. Sentí pena por ella, que estuviera allí trabajando para nosotros, después de ser tan amiga de la familia. Mi hermano abrió la puerta por alguna otra razón y la vió. Solo hasta ese momento la hice pasar. Le ofrecí sopa. Tenía hambre y frío. Entramos a buscarle una chaqueta entre la ropa de mamá. Ella quería una cobija en vez de ropa, y le di la ruana gris que estaba guardada en el closet de papá {...}.

Ahora despierto, ya de madrugada, y siento que olvidé la mayor parte de mi primer sueño. La parte que recuerdo, sin embargo, era la más importante, la que me hizo sentir que había sido una pesadilla.

26.7.10

Sueño con el Coliseo, los dragones de piedra y la gitana {soñado en la Amazonía}

Soñé que estaba despierta y que me daba cuenta de que soñaba y luego soñé que escribía mi sueño. ¡Escribí en mi sueño!

{...} Veo una gran construcción circular. Unos obreros trabajan en una gran obra de cemento, como un estadio. ¿Qué es? Entonces tengo una visión. Hace muchos siglos hubo una construcción así. Enorme, circular, que fue arrasada por el fuego durante varios días. La veo resplandecer en medio de la noche. Recuerdo a Roma, a Nerón, y comprendo que es el Coliseo Romano, aunque nadie me lo dice y en la visión sólo distingo el incendio enorme y lejano, más allá de otras construcciones, en medio de una ciudad. Ahora, los obreros construyen una réplica del Coliseo, en cemento gris, feo y moderno. Y razono: ¿pero por qué harían eso? Terminará incendiándose. ¿Quién querría entrar ahí? Sería como nombrar Titanic a un barco nuevo. Como subirse en él. No tiene sentido.

{...} Luego había una gitana, casi una niña, con la que ya antes había soñado, o eso pensaba en mi sueño. Yo estaba en un edificio abandonado, como una gran bodega. Pero en el segundo piso había una reunión. Entraba para buscar un baño. Como ya había estado ahí antes, sabía que debía caminar hasta el fondo del parqueadero abandonado y subir unas escaleras.

Entonces me cruzaba con hombres de piedra que caminaban. Tenían cabezas como tótems, como los jeroglíficos indígenas de Centroamérica, con adornos parecidos a la serpiente emplumada, todos tallados en piedra. Ahora que los recuerdo, eran como dragones chinos. Vi pasar a uno, del tamaño de un hombre adulto. Lo miré extrañada. Podría ser un disfraz, una máscara..., pero algo me decía que no lo era. Luego vi a otro, caminando hacia la salida como hizo el primero. Él me miró: su ojo de piedra giró en dirección hacia mí y pensé que si fuera una máscara tendría agujeros en vez de ojos, o un respiradero. Pero no era así. Eran hombres de piedra de verdad. Eran silenciosos y caminaban como los hombres de carne.

Yo seguí más adentro del lugar, hacia unas pequeñas escaleras blancas. Subí por ahí. Antes de llegar al segundo piso, en el entrepiso de la escalera, o en medio de dos escalones, vi a un bebé-dragón, un ser de piedra también, pequeño, que se agitaba como un bebé de meses. Silencioso. Lo miré sorprendida, quizás lo levanté. ¡Es como un bebé! Sólo que se veía todo gris, de piedra, con la textura de la piedra y una cabeza pequeña de dragón como la de los seres que había visto abajo. Lo habían dejado allí solo, envuelto en unos trapos azules. Me parece que tenía hambre, quizás buscó mi pecho. Estaba vivo, pero con algo raro en él, algo que no dejaba de ser inanimado. Debí dejarlo allí porque seguí caminando sin él.

Luego veía a la gitana. Yo ya la había visto antes. Era joven y hermosa. Casi una niña, no tenía más de catorce años. Una nínfula, quizás; una niña que casi es mujer. Tenía los ojos color aceituna, la piel blanca y el cabello marrón oscuro, aclarado por el sol. Vi que había pasado, en su corta vida, muchísimo tiempo al sol. La piel de las piernas se veía quemada, envejecida por el sol, pero joven.

La niña no me conocía, pero yo la recordaba. Era hermosa, yo estaba embelesada, como enamorada de ella y recordaba haberlo estado antes también, en otros sueños o en otras vidas. Junto a ella comían en el suelo sus dos hijos pequeños. Un niño de 4 o 5 años y una niña de 2 o 3. Comían huevos revueltos, o arroz, en un plato, unas hojas puestas en el suelo. El niño se untaba la cara con comida y luego saltaba, juguetón, escaleras abajo. Era muy ágil. Salvaba obstáculos sin dificultad.

Le pregunté algo a la gitana y me dijo que iba a un lugar {¿el Amazonas?} y que visitaría varias malocas. Me dio sus nombres. Lo tenía perfectamente claro y admiré su independencia: sabía lo que quería y aunque se veía que no planeaba nada más allá de las próximas semanas, podría seguir adelante y se movería como pez en el agua. No necesitaba quién la cuidara o le dijera cómo hacer las cosas, o lo que ella quería o necesitaba. Era casi una niña, pero con la resolución de una anciana. La admiré y quizás la envidié por eso. Yo, en el sueño, me veía a mí misma como en la vigilia, no sentía nada diferente en mí. Hubiera querido saber, como ella, exactamente a dónde dirigirme, a dónde llegar, con quien hablar, cómo moverme.

Sus dos hijos comían en el suelo. Ella no, solo estaba junto a ellos. Yo terminé de bajar la escalera, con la emoción de haberla visto. Sabía que la conocía de antes, que la había soñado antes, a esa misma gitana.

Luego estaba con Andrés. Estábamos en un taller o una oficina, grande y fresca, en un clima cálido. Yo escribía en un cuaderno grande que usaba horizontalmente. Dibujaba apartes de mi sueño: una rosa, otras figuras. ¡Escribía! No suelo escribir en mis sueños.

Él me preguntó lo que hacía. "Escribo mi sueño", le dije y empecé a contarle lo de la gitana y los dragones. Corrí hasta la escalera y le traje el pequeño dragón de piedra, para que me creyera y entendiera que, a pesar de parecer inerte, estaba vivo. Era un ser mitad vivo y mitad inerte, en realidad.

Y otra hija de la gitana, que al principio creí --emocionada-- que era mi gitana, venía a llevárselo y me daba un trozo {sí, del dragón}. Era de galleta, una galleta salada. Y yo lo sabía, que no era del todo vivo, que también era galleta y se podía comer. Le mostré la gitanilla a Andrés. "¡Es ella!", le dije, pero la niña giró la cabeza para mirarnos mientras se alejaba y vi que no, que era más niña que mi gitana, quizás siete años, más gordita y más blanca. Tenía una falda larga color azul claro con flores o dibujos blancos, y una blusa de boleros blanca. Sonreía. Pensé que sería la hija de mi gitana y que ahora le llevaría al bebé. Se alejó corriendo por la calle, una calle de ciudad grande {...}.

Creo que entonces desperté.


25.6.10

Sueño sobre alucinaciones y locura

Soñé.
    [...] Había un grupo de gente, estaban en mi casa. Estaba papá, mi primo con un computador, Esther, Carlos V., gente conocida. Se iban a caminar por el bosque. Yo me quedaba en la casa. Al rato, Esther me llamaba al celular. Quería saber si Carlos había vuelto a la casa. Lo habían perdido. Al fondo se oía a una muchacha {una del grupo, una amiga de alguien que ahora no recuerdo, quizás amiga de Carlos}, que gritaba: «Él debe estar en la casa, seguro que está allá». Parecía conocerlo. Pero yo estaba sola, Carlos no había vuelto. Colgamos. Me preocupé un poco.
     Luego golpeaban a la puerta. Abrí y era un policía, grande, gordo, algo desgarbado. Me asusté por Carlos. Pensé que lo hubieran encontrado mal. Pero Carlos venía más atrás. Parecía borracho, o drogado {eso pensé en el sueño, pero también pensé que quizás no lo estaba}. Alucinaba. Estaba muy exaltado, pero estaba bien, y contaba la historia de cómo se perdió. Él iba con el grupo y se encontraron con algo, algo grande y oscuro, un espíritu, una entidad. Me parece que Carlos fue el único que la vio. Y le gritó. Quería defender al grupo. La amenazó, la retó para que no les hiciera nada. Nos contaba cómo lo vivió, lo que le gritó al fantasma. {Recordaba la frase exacta, apenas me desperté, pero la olvidé en cuanto empecé a escribir. Es raro cómo se borran los recuerdos de un sueño}. Era un grito imperativo y categórico.
     Todos lo miraban extraño, como si estuviera loco, ido. Yo sabía que no estaba loco, que lo que contaba era real, y que el apasionamiento para defender a sus amigos también era auténtico. Lo abracé, nos miramos a los ojos y nos comprendimos. Lo hice entrar a la casa. Detrás venía su mamá, que estaba muy asustada. Lloraba. Le ofrecía té caliente para tranquilizarla. Sentí pena por la gente que nos rodeaba, que no entendía lo que pasaba. Traté de comunicarme con los demás para decirles que Carlos estaba bien, pero creo que no funcionaba el celular [...].

25.5.10

Sueño de la impaciencia por llegar a casa

Soñé.
     [...] Estoy en un colegio, a la salida de clases, donde se toman los buses que los llevan a todos a casa. Queda en un barrio popular lleno de bullicio y gentes indígenas, en las lomas al sur de Bogotá. Las rutas son buses viejos decorados con avisos y letras recortadas en papeles de colores, una especie de chivas con vidrios. Una de ellas tiene un aviso que dice «TAREAS». Me imagino que los niños que viajan allí van a un salón donde les ayudan con sus tareas. Yo no soy una niña, soy una vieja que solo quiere irse a casa. Sé que si llego cerca de la casa de mi abuelita {es el barrio de ella} será territorio conocido y podré bajarme.
     Tomo el otro bus {que no tiene aviso} sin preguntar nada. El bus arranca. Identifico una calle muy empinada, lo más alto que conozco del barrio, pero pasamos de largo y el bus coge por otro lado. Hay una calle donde venden fritangas y otras cosas en parrillas callejeras. Imagino que es muy barato comer ahí {están llenas}. Pienso en bajarme, pero no quiero carne. Quiero salir del barrio {¿ya no busco la casa de mi abuela?} y sigo en el bus. Luego toma por calles que desconozco por completo. Cuando me doy cuenta, todos los otros pasajeros ya se han bajado, soy la única que sigue en el bus. Yo y la conductora, una indígena de tez morena que «carga» el bus, más que manejarlo. Le pregunto si falta mucho, pero no entiendo lo que me contesta.
     Cuando llegamos, estoy más perdida que antes de subirme. Es un barrio en medio de las montañas, indígena y boliviano. Camino por unas trochas angostas y empinadas. Hay gente delante y detrás mío, caminando en las misma dirección. Adelante de mí va una niña pequeña de cuatro o cinco años. Yo llevo algunas cosas en la mano, una especie de atado de collares y pequeños juguetes de plástico. De algún modo las cosas son de la niña, ella quiere que se las dé. Nos entendemos sin palabras, un poco como los niños.
     No sé dónde estoy y sol quiero llegar a casa, ver algo conocido. En arrebatos de impaciencia, primero se me caen por un barranco unos juguetes que la niña quería, donde ya no se pueden alcanzar. Luego  jalo uno de los collares que la niña me pide, y se rompe. Era de cuentas de colores, con una bolsita tejida en las mismas cuentas a manera de dije, que tenía algo por dentro. Cuando se rompe el fondo de la bolsa se vacía y se pierde lo que había. La bolsa queda rota, prendida al resto del collar. No es bueno. Quiero alcanzar a la niña y dárselo, quizá pedirle perdón, tratar de arreglarlo, pero ya no la alcanzo. Pienso en conservar el collar como un amuleto, pero está incompleto. ¿Qué había dentro de la bolsa? El asunto me fastidia un poco.
     Sigo caminando, sigo en ese barrio. Venden pañolones bolivianos, azules como el que tengo. Debería comprar alguno, quién sabe cuándo vuelva, pero es mucho peso. Entro a una casa, o un local. Todos son indígenas, muy morenos, de cabellos largos. Yo soy una anciana, pero no soy tan morena como ellos. Un hombre alto, con sombrero, me dice algo sobre aprender a usar esos grandes pañolones. En el piso, extendidas, hay unas grandes piezas de un cuero grueso, oscuro y lustroso. Las usan para cabalgar o algo así, pero de modo similar a los pañolones de tela. Yo respondo algo sobre lo difícil que es usarlas, no me siento capaz. Hay una anciana como yo que me dice algo {quizá se burla de mí como los indios viejos}. Su espalda está encorvada y desnuda. Es morena, y su piel es brillante y fuerte como la de un negro, imagino que por las largas jornadas bajo el sol. Se echa un fardo encima y se va, riendo y burlándose. Mi espalda no es como la suya. Y yo no sé usar todas esas cosas. Me siento un poco avergonzada de mí misma [...].

2.5.10

Sueño de las calles que se convierten en ríos

Soñé.
     [...] Era un pueblo sin automóviles, o no había muchos. Las calles eran destapadas, de tierra amarilla, y el pueblo estaba en una pendiente. Yo estaba con otras dos o tres personas, y al mirar las calles sabíamos que antes habían sido ríos. Los hombres había transformado el cauce de los ríos en calles.
     Queríamos que fueran ríos otra vez, así que abrimos los desagües y rompimos un par de tubos y poco a poco las calles se fueron llenando de agua, esa agua café y opaca de los ríos con lecho de arena. Formaba charcos que iban creciendo. Pronto todas las calles serían ríos de nuevo [...].

Sueño con los magos y las transformaciones

Me contaste tu sueño.

{...} Estabas en un lugar mágico, como el Amazonas, algo así. Había tres magos contigo. Magos de espectáculo, pero buenos: sabían trucos de verdad.

Te estaban enseñando magia. Pero uno de ellos tela montaba, te hacía bromas de brujo: cambiar el color de tu piel, o hacerte crecer cola. Te tenía harto el mago ese, hasta que un día no soportaste más y le devolviste el hechizo: lo transformaste en mono, o un animal así. No era un hechizo que enviaras, o un brebaje especial, o una palabra mágica. Simplemente lo hacías. Entonces al fin te quedaste solo.

Cuando hiciste eso, los otros dos magos consideraron que ya habías aprendido. Otros magos se alegraron de que hubieras convertido en mono al molestón. Tú estabas preocupado por si debías desconvertirlo, pero devolver a los animales convertidos a su forma original era muy difícil, y nadie parecía querer que lo desconvirtieras. Eso no les preocupaba. Los animales convertidos se diferenciaban de los normales {los que nunca habían sido hombres} en que no tenían sombra.

Me contaste que en ciertas mitologías se cree que cuando un hombre se transforma en animal, su sombra conserva la forma humana. Pero él puede deshacerse de ella arrancándola con los dientes, lo cual es difícil y muy doloroso. Una vez deshecho de su sombra, él perderá todo contacto con su vida humana: no podrá recordar que alguna vez fue humano, perderá su mente y su historia. Pero puede enviar a su sombra para que tome su lugar en el mundo humano y cumpla su destino. La sombra se comportará igual que su dueño original, y heredará sus recuerdos. Pero no podrá tener sombra.

En tu sueño, era muy difícil transformarse en animal y conservar el razonamiento humano: uno se volvía completamente animal. Había que ser cuidadoso al transformar gente en animales, pues se sabía de magos que transformaron a su oponente en un tigre y fueron devorados.

Tú querías ir al baño, pero alguien había transformado en oso al que estaba en el baño y ahora no se podía usar porque había un oso allí {...}.


6.4.10

El anillo de cangrejo

Soñé.
     [...] Había un joyero, un hombre gordo que tenía un local en el aeropuerto. Yo iba a viajar a Buenos Aires y quería llevarle un regalo a Sebastián, un anillo. Una joya muy fina, de plata. Tenía $450 mil. Fui un día a encargarla. El hombre me hizo algunas preguntas, ya no recuerdo cuáles, y me dijo que volviera al día siguiente.
     Luego estaba en una fiesta, de noche. Había unas chicas del taller de serigrafía que hablaban conmigo. Estaban mis padres, mi papá estaba afanado por algo, tenía que salir, quería que lo acompañara en la camioneta a llevar a alguien, o traer a alguien, o ir al supermercado. Yo quería quedarme en la fiesta, pero lo acompañaba por no decirle que no. Creo que esto se repetía.
     Cuando volví al aeropuerto a recoger el anillo, tenía el tiempo justo para llegar antes de que cerraran. Iba caminando por unas calles angostas y me detuve varias veces pensando que había dejado el recibo, o que había olvidado el dinero, un billete de $50 mil. Cuando llegué, el hombre estaba atendiendo a alguien más. Recuerdo que atendía junto a su hijo, pero yo me entendí con él todo el tiempo.
     Sacó la joya, en una cajita negra aterciopelada. Me la mostró: era un anillo con forma de cangrejo, enorme para ser un anillo. Venía acompañado de algo como un prendedor, con la figura de un duende, o un demonio, algo humanoide, un prendedor y alguna cosa más. El cangrejo era de filigrana, en plata, tenía muchos detalles, se veía que era muy caro, incluso tenía un par de piedras redondas, como cuarzo transparente, dentro de las tenazas. Pero no me gustaba, era demasiado grande, demasiado aparatoso... y no tenía nada que ver con Sebastián.
Al verlo, me pregunté cómo es que no le había dicho al hombre que hiciera algo con un dragón, que sería mucho más apropiado. Un cangrejo era absurdo, ¿de dónde lo había sacado? Yo esperaba algo abstracto, quizás, algo celta o tribal. Miraba el anillo y no decía nada; el hombre seguía atendiendo y a veces me hacía comentarios, alabando su propio trabajo. Yo no le respondía nada. Había también una pulsera, adornada con piedritas transparentes y naranjas: muchas en el centro y pocas en los extremos. La vi demasiado larga y se lo alcancé a decir al hombre, que tendría que recortarla, pero al ponérmela le di dos vueltas más, y así me cerraba bien. Él me felicitó por mi inventiva para resolverlo, pero había algo en su voz que no sonaba sincero, se veía nervioso.
     Pensé que yo podría quedarme la pulsera y los accesorios y darle a Sebastián solo el anillo. Seguramente no se lo pondría nunca, pero lo guardaría...; en fin, yo no me sentía capaz de decirle al hombre que no le recibiría su trabajo. Y el anillo, aunque no me gustara, tenía mucho trabajo. Luego vi que los otros aderezos que yo antes había pensado que eran un prendedor, en realidad eran dos pendientes largos, del mismo estilo de la pulsera.
     El hombre me decía que por el mismo precio me iba a dejar todo el juego, todos los accesorios. Pero al ver los aretes me percaté del engaño: yo le había dicho que era un regalo para un amigo, eso sí lo recordaba. ¿Por qué, entonces, venía con un par de aretes? Se los mostré, y le dije: «¿No son unos aretes?». El hombre dudó, contestó algo como que podrían ser... Entonces le dije, ya enfadada, que él no había hecho esas cosas porque yo se las había encargado, que él ya las tenía de antes y quería vendérmelas. Eso explicaba lo absurdo del cangrejo, tenía que ser otro encargo que alguien no recogió, y el me lo quería vender a mí. Pensé también que semejante trabajo no lo habría podido hacer en un día: yo apenas ayer había hecho el encargo.
     Por su rostro supe que era verdad. Yo no le había abonado dinero y no iba a pagarle por un trabajo que no había hecho según mi encargo. Además, mi vuelo salía al día siguiente y era tarde para encargar nada más [...].

Mientras me despertaba pensé que podría darle el 10% de lo acordado (o sea $45 mil), a manera de «desagravio», por no haberle comprado nada. A pesar de todo, yo todavía me sentía algo apenada por él. No iba a llevarle nada a Sebastián, pensé; de todos modos, un regalo de $450 mil es muy caro, y no tengo tanto dinero. ¿Por qué no me pareció que darle al joyero los $45 mil hubiera sido un desperdicio? {quizás porque no lo era}.

Sueño atravesando el espejo

Soñé. O eso creo...
     [...] Estaba sola, en la sala. Andrés había salido a la calle. Era de noche, y llovía. Había un espejo donde normalmente es la cocina, o hacia ese lado. Me muevo por la sala, y cuando miro el espejo, veo reflejado a Andrés de pie detrás mío, dándome la espalda, mirando hacia la biblioteca.
     Actúo como si acabara de ver un fantasma {¿qué otra cosa puede ser?}: me asusto, trato de correr pero no quiero, quiero saber. El pánico me clava al piso {no creo que sea mi fuerza de voluntad}. Miro detrás mío y no hay nadie, solo le veo en el reflejo. Quizás grito algo. Él voltea a mirarme y me dice algo. Yo no entiendo, ¿cómo diablos...?
     La transición al resto del sueño es borrosa.
     Quizás me calmo, me domino, hablo con Andrés. Creo que él me tranquiliza. De repente estamos en el mismo lado del espejo {no sé si el suyo o el mío} y después de un rato me convenzo de que es Andrés, y no un psicópata asesino como he visto en las películas que suele pasar en estos casos {¿qué otra referencia va a encontrar mi cerebro ante un caso así?}. Cuando estoy más tranquila, estamos con Mariana en la terraza de la casa, que se parece a la de mi abuela. No está lloviendo.
     Mariana nos explica algo sobre drogas y viajes. No sé de dónde, tengo en mis manos una bolsita con polvos adentro que mariana identifica como una sustancia para horrorizar. Se esparce en el aire delante de ti, y apenas aspiras el polvo te metes en un video de horror: ves y sientes cosas que te asustan. Quizás fue un reflejo lo que me hizo tirar la bolsa frente a mí. Creo que quería deshacerme de ella, pues el horror no es de mis géneros favoritos, pero al caer la bolsa al suelo, una nube de polvo se alza frente a nosotros.
     Nos miramos —aspirarlo es inevitable— y Mariana, divertida, propone que bajemos a ver una película de miedo y disfrutar la experiencia. «Así nos asustamos de verdad», dice, o algo parecido.
Nos metemos en el plan y bajamos corriendo las escaleras hasta la sala donde está el televisor. Cuando vamos llegando, solo nos arrastramos sobre la alfombra y siento que mis sensaciones físicas están con adelanto: siento mi brazo pasar por debajo de mi cuerpo varios segundos antes de verlo. La sensación se podría describir como horror. Ponemos la película pero ya no recuerdo lo que vemos.
     Después estamos sentados en el suelo de la sala, Mariana, Andrés, y ahora están Esther y un chico que es su pareja {aunque yo no lo había visto antes, aquí o en el sueño}. Es alto, crespo y sonriente, con cara de intelectual listo. Les contamos lo que estábamos haciendo y él sonríe sorprendido y dice algo como que nos gustan las emociones fuertes. En algún momento de esta conversación yo estoy diciéndole a Mariana que pienso que de todos los que estamos ahí ella es la más madura.
     Luego empezamos a hablar de drogas y sus efectos. Alguien menciona el LSD y Andrés se vuelve hacia mí y me dice seriamente: «¿Quiere un viaje? Póngase éter debajo del brazo. Para escapar». Yo me quedo pensándolo; suena bien. «Váyase de viaje... ¡pregúntese dónde estamos! ¿Esta es la realidad? Averígüelo... creo que está negando quién es usted en realidad {¿quiénes somos?}. Afuera llueve..., ¿recuerda?». «Sí», respondo, «llueve, ¿verdad?». Recuerdo que llovía cuando empecé este sueño {y —pienso— ya lo había olvidado; fue quizás justo después de ver a Andrés en el espejo}.
     Luego todo se pone borroso de nuevo y hay un bache en negro. Despierto otra vez en mi cama. Andrés está a mi lado y todo parece... normal, en la oscuridad. Terror inicial... ¿estoy despierta, o sueño todavía? Pero la realidad empieza a cobrar forma: no se ve como borrosas manchas oníricas, hay muchos más detalles, y no estoy saltando de un lugar a otro, sigo en mi cama. Debe ser, al menos, la realidad que conozco, en la que vivo mi vigilia. tardo un buen rto en dominar mi miedo y salir de la cama a alcanzar este cuaderno. Escribo esto con una tenue luz que apenas ilumina el papel en medio de la oscuridad y me siento todavía como en medio de un sueño. Afortunadamente Andrés despierta, al final, y parece que mi mundo vuelve a ser como antes.

30.3.10

Sueño de la primera comunión

Soñé.
     [...] Yo hacía de nuevo mi primera comunión. Estábamos en la fiesta, en un salón con mesas. Venía toda mi familia {no recuerdo que hubiera amigos}. Yo tenía un vestido blanco de primera comunión que me quedaba corto, apenas cubría la rodilla. Tenía la falda repolluda. No parecía una novia, sino una niña demasiado grande para hacer la primera comunión.
     Estábamos recibiendo invitados y yo me preguntaba qué hacía allí, y cómo es que nadie preguntaba nada, pues todos sabían que yo era casada, lo que implicaba que ya había hecho la primera comunión. Era una farsa. Así se lo dije a mamá, pero ella no le dio importancia, ella fue quien organizó todo. Yo estaba enojada pues me sentía como un títere suyo. Yo no quería estar ahí, ni siquiera me parecía correcto recoger la lluvia de sobres que organizaron para esa farsa. Sin embargo, nadie dijo nada ni se mostró preocupado por eso. Fue una situación extraña.
     Yo estaba enojada por dejarme manipular por mi mamá. Encima, yo no podía quedarme toda la fiesta,  pues tenía una cita en diseño gráfico y debía irme a la mitad de todo. Recuerdo haber dejado la fiesta {los demás iban a seguir en ella, nadie se extrañó}, y vagamente me recuerdo caminando por la universidad [...].

12.3.10

Leer en público y el tucán perdido

Soñé.
     [...] He sido elegida por mis compañeras de colegio para leer en público el programa general de una presentación, después de que la última vez que lo hice frente a ellas había resultado un chasco {no recuerdo por qué}. Natalia me postuló porque algo le pasó a quien lo iba a hacer antes que yo {¿tuvo un accidente?}. El papel implicaba vestirse con una trusa negra, cuello blanco y corbatín, medias de malla y tacones, a la manera de un espectáculo de variedades en Broadway.
     Como mi predecesora tenía buenas piernas, estábamos todas en el salón de clases preguntándonos quién podría reemplazarla, alguien con buenas piernas, alguien así... Yo estaba a un lado, sin decir nada. Natalia me mira y le dice aun profesor: «Pues ella». Yo me sorprendo, me quiero negar, pienso que no es verdad, que no tengo buenas piernas, no me lo termino de creer. Pero una vez que ella lo dice todo empieza a rodar, nadie lo duda siquiera, como si hubiera dicho una verdad evidente para todos, menos para mí.
     Me dan el micrófono y el programa y ya no puedo protestar. Pero como había pasado alguna situación con ellas antes, yo me siento nerviosa de pasar enfrente de todas a leer, aunque es algo fácil: es sólo leer el programa, y ya lo he hecho antes {en el colegio lo hacía siempre, era la que mejor leía}. Pero esta vez hay un ingrediente adicional, ellas saben algo nuevo sobre mí {¿un secreto de mi vida?}, y me siento avergonzada y nerviosa.
     Pero nadie dice nada, quizá nadie piensa en ello y no escucho al respecto ni un solo comentario, pese a que cuando empiezo a leer me enredo, se me traba la lengua y empiezo a arrastrar las palabras. Aún así, nadie dice nada y me dejan seguir leyendo. Todos saben que lo voy a hacer bien {parece que todos lo saben menos yo}, y esto es solo un ensayo. Ya se me pasará el miedo, todos lo saben.
     En el trasfondo de este sueño {como una historia paralela}, un tucán anda por ahí, solitario y temeroso en medio de la ciudad, agresivo y perdido en la jungla de cemento, en el apartamento de mis padres. Parece siempre buscar algo, o querer escapar de algo. Rompe una ventana para atravesarla {en un lugar parecido a un hospital} y no se deja alcanzar aunque yo lo persigo. Quiero calmarlo, que no se sienta perdido, pero él tiene miedo y huye siempre [...].

1.3.10

Sueño con el chamán y el ritual sangriento

Soñé.
     [...] Hay un anciano, un hombre sabio, un chamán. ¿Estuvo en la cárcel? ¿40 años por robar algo tonto en una tienda?
     Primero estábamos en la universidad, gente de la carrera {no conozco a ninguno, pero son ellos}, unas 40 o 50 personas. Estamos en el intermedio de clases, está anocheciendo.
     La siguiente clase es en otro edificio, lejos, deberíamos irnos ya. Pero llueve. Quizás la lluvia nos impide desplazarnos. Se forman grupos. En uno de ellos la gente cuenta historias de terror. Es sobre algo que acaba de suceder, en un salón, una presentación de alguno de ellos. El salón estaba embrujado, había fantasmas. Pero nadie les cree, nadie cree en fantasmas, debió ser otra cosa.
     Entonces deciden buscar pruebas: vuelven allí. No sé si graban cosas o solamente anotan datos, pero quieren probarnos que han visto fantasmas, cosas embrujadas. Dicen que a las 6pm que ya debería ser noche cerrada— todavía se veía claro. Que la noche nunca llegó. Ahora la luz es así: está oscureciendo, pero nunca termina de oscurecer. Llueve, además, y nosotros estamos en un lugar de cemento, con techo pero sin paredes, una especie de parqueadero. Se siente la lluvia caer e irse filtrando por todas partes. La gente se sienta en el piso. 
     Hay algunas cucarachas, o insectos que se parecen a las cucarachas {no son tan feos} que caminan por ahí. A veces se suben en el hombro de alguien, o en el mío. Alguien dice: «Todo lo que se mueva es una cucaracha». Les tienen miedo. Yo no les tengo miedo y me quito una del hombro, pero me da una mala sensación: no debería haber cucarachas ahí. Yo ando con mi morral rojo, cargando la cámara de video y el steady-cam. A veces dejo la maleta en un rincón junto a otras, pero siempre vuelvo a donde está, la tengo muy pendiente. 
     De pronto viene la oleada de gente que quería probarnos lo de los fantasmas. Ha vuelto a suceder algo extraño, esta vez están seguros. Empiezo a asustarme, por el eterno atardecer y las cucarachas. La gente se contagia del miedo, de pronto es una multitud enardecida que se ha dejado convencer del horror y participan en un ritual sangriento. La mayoría solo son personas enajenadas, pero hay un grupo de cinco o seis que están controlándolo todo. Tienen un aspecto siniestro y una mirada diabólica. 
     Yo busco a Andrés, quiero que nos vayamos de allí, ese lugar me da escalofríos; pero cuando lo encuentro él está enajenado también. No me escucha, no puede escucharme. Va a participar en el ritual. Me doy cuenta de que tiene miedo, el grupo le da una sensación de seguridad, de sentirse aceptado. De pronto todos están alrededor suyo, gritando, cantando el ritual y alentándolo. En medio de todos hay un hombre semidesnudo, acostado y amarrado con cuerdas. Es prisionero, no puede moverse y está tan aterrorizado que no puede gritar. 
     Andrés tiene un arma en la mano, algo filoso y curvo, y la multitud enardecida espera que la use en el prisionero. Yo lo agarro por las piernas {quizá hay alguien reteniéndome}. Le grito y le imploro que nos vayamos, que no lo haga, que despierte. Él no me escucha, su mirada está perdida. la gente sigue gritando. Yo insisto, sin éxito. Algunos del grupo de mirada diabólica ya han notado mi presencia y me acechan.
     En el clímax del ritual, todos alientan a Andrés para que torture a su víctima con el arma que tiene, para que le saque las entrañas sin matarlo, a la manera de la Inquisición medieval. Él levanta el arma. Yo, en medio de la desesperación, lo intento una vez más. Una última vez —me digo—, para impedir que haga algo de lo que se va a arrepentir después: me agarro de su cintura y le suplico que despierte, que nos vayamos de allí, que no le haga esto a su vida. Esta vez un relámpago atraviesa su mirada. No sé si me ha comprendido, pero suelta el arma y se deja guiar. Deja que yo lo saque de allí. Nos movemos entre la gente, pero yo he olvidado mi maleta y debemos buscarla. Por alguna razón no me puedo ir sin ella. Esto nos obliga a demorarnos más de la cuenta y los líderes diabólicos nos encuentran. 
     Nos escapamos un par de veces, pero luego nos llevan a un cuarto, una especie de mazmorra donde hay un grupo de gente. Parecen prisioneros, pero les han hecho algo a sus rostros, pues su piel está seca y rígida, como un cuero grueso blanqueado, seco y viejo, inexpresivo. También la piel de su pecho se ve así. Distingo entre ellos a uno alto, grande, negro y musculoso, quizás africano, que era amigo nuestro antes de que pasara todo esto {ahora no recuerdo más detalles}. También a él le han secado el rostro, pero sus ojos brillan en medio de la piel seca, con una expresión de sabiduría que solo se ve en los ancianos y los chamanes. Anda con un niño pequeño, de unos tres o cuatro años, su hijo. Su mirada me tranquiliza. 
     A Andrés también le han secado la cara y es como si la tuviera cubierta de una gruesa costra de barro seco, como el maquillaje ritual de alguna tribu indígena africana. Parece que ha despertado del todo y somos libres de irnos. Su rostro se ve sabio, como el del chamán que recordé al empezar a escribir este sueño, que no considero una pesadilla [...].

28.2.10

Sueño con el Diablo y los múltiples despertares

Soñé con el diablo y el infierno.
     [...] Yo estaba con dos hombres y una mujer, jóvenes. Ella casi siempre iba callada y no tomaba mucho partido, pero yo sentía mucho su presencia con nosotros. Uno de los hombres llegaba muy exaltado a contarme lo que habían visto ellos dos en el infierno. Estuvieron allí, casi de paseo. Me reconstruyó la escena. Me mostró una piel {bastante burda, la verdad, casi un pedazo de peluche blanco y grueso, de mala calidad}, que tenía forma triangular. Era como su «botín de guerra» del infierno. Me llevaron a hacer el mismo recorrido que hicieron ellos. Su ánimo era conquistador: querían tomarse el lugar, dejar en él su huella, aprender. Estaban exultantes y me mostraban y contaban todo con ansia.
     De pronto estábamos con un grupo de unas quince personas, visitando algo que era como el Ártico en el infierno: un lugar formado por agua congelada, con grandes valles y formaciones geológicas {no sé cómo más llamarlas}, de una belleza indescriptible. Todo era muy plano, pero con muchos detalles de color y pequeñas luces desparramadas por el suelo, como un fractal; rigurosamente plano, sin árboles, ni montañas.
     El lugar era frío y cúbico, daba la sensación de una estación del subte de Buenos Aires, aunque se extendía en la lejanía. Todos estaban enamorados del sitio y querían vivir allí. A mí me pareció bonito al principio, aunque no estaba segura de querer vivir allí. No parecía natural, era... demasiado humano.
     Luego estamos de nuevo sin el grupo {fue casi un flash back participativo-inmersivo, y todas las escenas eran así: como si me contaran algo pasado que al mismo tiempo estábamos viviendo}. Los dos chicos están ansiosos por mostrarme todo y contarme lo que han vivido y aprendido {cosas bastante increíbles y contradictorias, para ser el infierno}. Los encuentros que han tenido con el diablo han sido temibles, y ellos siempre parecen salir huyendo por un pelo. Sin embargo, lo tientan todo el tiempo para que aparezca, gritando fuerte y dañando cosas. Siempre estamos atravesando pasillos y túneles que me recuerdan lejanamente las estaciones del subte.
     Recuerdo vagamente una escena aventurosa en la que yo también gano un triángulo de la misma piel. No sé cómo, pero es un recuerdo vivificante, algo que hice bien. Recuerdo que es triangular porque la arranqué de alguna parte y al romperse quedó de esa forma.
     En un punto, estoy con los dos chicos en algo como un suburbio de una gran ciudad gringa. Es de noche y no se ve gente, solo los carros, las casas, y los antejardines vacíos. Uno de los chicos, el más vivaz y enérgico, empieza a destruirlo todo, de buenas a primeras. Tira carros lejos, arrasa casas. Lo miramos sorprendidos, ¿qué hace? «Un lugar para podernos fumar un cigarrillo», contesta, dirigiéndose a su amigo. «Conociéndote, harás todo metódicamente y dejarás todo tan limpio que no tendremos dónde».
     Yo temo que el estropicio enoje al diablo, que nos sigue de lejos. Al principio solo siento que nos sigue, pero no lo veo. Los chicos huyen {aunque no sé bien de qué}; todos corremos y nos metemos en un ascensor. Uno de ellos apenas tiene tiempo el tiempo justo para presionar el botón {que queda en la pared fuera del ascensor} y que se cierre la puerta. El ascensor baja y escuchamos la voz del diablo {es una voz gruesa y poderosa} diciéndonos que presionamos el botón de campana {¿alarma?}, en vez del de piso {¡qué tontos nos sentimos!} y que si hemos puesto a la chica en cierta zona del ascensor {¿quizás para protegerla?}. No lo hicimos. Por esto, el diablo puede venir por nosotros.
     Entonces se abre la puerta y aparece él. No recuerdo bien su figura, quizás parece un sátiro, quizás tiene algo de pelo en el cuerpo. Es de color rojo, en todo caso. Quizás su cola larga termina en punta. Quizás tiene barba negra y pequeños cachos. La imagen es borrosa, pero el personaje es imponente e infunde miedo. Es el diablo. Se ve muy poderoso y seguro de sí mismo. Agarra a uno de mis amigos y lo hala hacia afuera. Quiere llevárselo, sacarlo del ascensor. Todos gritamos de terror, casi paralizados. En un acto reflejo {no necesariamente de valentía}, levanto mi pierna izquierda y la pongo sobre el pecho del diablo, repeliéndolo con fuerza, mientras halo a mi amigo de un brazo hacia el ascensor. «¡No!», grito, y lo repito un par de veces, enérgica: «¡No, no!». El diablo me mira sorprendido un momento. Pero luego suelta a mi amigo, y dice algo irónico sobre lo insólito de la situación {una chica rechazando al diablo de esa manera} y finaliza diciendo: «Rumores del infierno...», o algo así, y se aleja voluntariamente, casi manso. Sigue siendo imponente {es el diablo}, pero es sólo un personaje más.
     Parece que he dado en el clavo, como si hubiera descubierto un hechizo que el diablo debe obedecer por convenciones del lugar. Pero no me percato bien del hecho y todos simplemente respiramos aliviados y felices de habernos salvado por los pelos. Tendremos otro encuentro con el diablo más adelante, esta vez en un pasillo. No lo recuerdo tan claramente, pero se repite una situación parecida; y yo termino rechazándolo de nuevo con un «¡No!» enérgico, en parte todavía por reflejo, y en parte porque funcionó la primera vez. El diablo me mira de nuevo y la escena se repite: «Rumores del infierno...», y se aleja.
     Solo entonces me percato de que la primera vez no fue casualidad y que, en realidad, un rechazo enérgico y convencido siempre alejará al diablo. Son las reglas del lugar. Me sorprende no haberme dado cuenta la primera vez. Mis compañeros, sin embargo, no parecen haberlo entendido todavía y lo celebran como otra «salvada por los pelos». No sé cómo explicárselo [...].

***

Después de este sueño me dormí de nuevo... Y soñé que estaba despierta.
     Llegaba a casa anoche, tarde, después de la conferencia {a la que asistí en la vigilia}. Era mi casa {otra}, pero mis papás vivían también allí. Me estaban esperando y hablaban con Carlos José, que había llegado más temprano y también me esperaba. Había un televisor en el comedor. Carlos me preguntaba: «¿Hay algún viaje?» {parecía que ese era el motivo de su visita}. Andrés estaba en Buenos Aires, pero Carlos ya sabía eso. Yo no tenía otro viaje programado y se lo dije. Y medio en chanza le dije: «Pero anoche soñé que iba al infierno...», y le contaba apartes de mi sueño.
     Mamá le había servido una cerveza Heineken. Miré la botella verde, sorprendida: «¿hay cerveza?». «¡Claro!», dijo ella, «tú ya sabías». En la cocina había un barril lleno {sí, yo ya sabía}. Quise servirme pero tumbé un objeto {¿el barril?}, y era mucho más pequeño de lo que me había parecido. Todo esto debía alertarme de que soñaba, pero yo pensaba que estaba despierta.
     Carlos buscó entre sus cosas una película y la puso en el televisor. Al principio no encontraba la escena que quería mostrarme. La película era Jóvenes brujas, semianimada en 3D con actores reales, y nos puso una escena que tenía cosas similares a mi sueño: los espacios, un trozo de piel blanca... Le comenté sobre las semejanzas de la película con mi sueño. La habitación se llenó de más gente, que también veían la película, pero se distraían hablando, comiendo y comprando joyas de plata que vendía una de las que estaba allí. Con Carlos José nos pusimos de pie, para tratar de ver la película en medio del bullicio, concentrados en la pantalla.
     Luego me encuentro en otro lugar, estoy en algo como una oficina {esos módulos oficinescos con varios compartimientos, alfombrados y con luz de neón}. Camino detrás de alguien y me percato, no recuerdo cómo, de que estoy soñando. «Entonces puedo hacer lo que quiera», pienso, e inmediatamente trato de abrir un hueco en el techo para subir volando por ahí, atravesándolo. Pero cuando miro hacia arriba no parece tan fácil y no lo logro. «Debo intentar primero algo más fácil», pienso, pero no sé qué.
     El sueño se desvanece y despierto en mi cama, o algo así. Abro los ojos y es de día, pero sigo teniendo imágenes oníricas cuando los cierro. «Es raro seguir soñando si ya me desperté», pienso. Tomo impulso y me siento en la cama a escribir mi sueño {como siempre acotumbro}, y de pronto es de noche otra vez. Miro la habitación y hay un muñeco {¿un móvil?} colgado frente a la puerta. No recuerdo tener nada colgado ahí y me asusto. Me levanto de la cama a tocarlo {¿comprobar que está ahí?}, y veo que junto a la ventana también está colgada una serpiente de trapo. «Entonces debo estar soñando todavía, por eso es de noche otra vez». Esto me produce una sensación de fastidio e impotencia. Yo estaba segura de haber despertado, ¿cómo me despierto ahora?, ¿cómo sabré que sí he despertado?. Camino, entre enojada y angustiada [...].

No sé qué más sucede en el sueño pero por fin despierto del todo. Lo compruebo porque es de día y veo claramente las arrugas de las cobijas {en los sueños no suelo distinguir los detalles}. Y, ahora sí, escribo mi sueño y me tranquilizo, pues en los sueños tampoco puedo escribir. Creo que de algún modo escribo para asegurarme de que estoy despierta.

2.2.10

Sueño con un círculo de lectura

Soñé.
    [...] Stella, la universidad, decisiones. Estábamos en un círculo de lectura. No; yo estaba deprimida y triste y Stella lo veía y nos llevaba a un círculo de lectura en uno de los pueblos de la sabana de Bogotá {estoy con Andrés}. No conozco a nadie. Leen, no estoy poniendo mucha atención. Creo que mi mirada de cruza con la de un muchacho que hay en otra mesa, o me llama la atención. Voy al baño o me ausento unos minutos.
     Cuando vuelvo, el muchacho y su amigo están en el círculo de lectura con los demás. El lee algo personal, hay una frase sobre dejarlo todo y que ya no importe, sobre abandonar una actividad que ya no te satisface. No escucho mucho más y me quedo pensando en la frase, algo se ilumina en mi interior.
     Ese mismo lugar en el que leemos es también una posada donde estoy pagando una mensualidad adelantada por la estadía. La dueña me habla y me dice que ya se cumple el mes y que debo pagar el siguiente. Yo lo había olvidado y ahora es una señal: no me quiero quedar. No quiero seguir en la universidad. No sé qué estoy estudiando, pero ya tengo un título de pregrado y de posgrado, ¿por qué sigo aquí? Le digo a la señora que estoy decidiendo al respecto y que le avisaré mañana. Pero la idea va cristalizando en mi interior, abandonar. me produce ilusión [...].

20.1.10

Sueño con los policías y los lagartos humanos

Soñé.
     Una pesadilla tal vez, entrar a otro plano, salir del mundo de los vivos.
     [...] Estábamos con mi hermano, quizás con la familia, otra gente, en Buenos Aires. Él me pidió que lo acompañara por una cerveza y tomamos un colectivo que nos llevó muy lejos de donde estábamos. Ya en la ruta me percaté de lo absurdo de la situación, ¿por qué no nos quedamos en un bar cercano?, ¿vamos a gastar más en taxi? Él no dice nada, pero sabe a dónde vamos, quizás se va a encontrar con alguien. La ciudad es grande, y hemos salido sin un mapa o una guía T {de las que usan en Buenos Aires para saber la ruta de los colectivos}.
     Llegamos a un bar, mucha gente, algunos simpáticos, otros no tanto. Está mi prima. Una mesa para todos. Cerveza. Me saluda un conocido del que no me acuerdo, de la universidad, alguien de diseño gráfico. Me conversa hasta que los demás se aburren y se van, me lo zafo. La mesa está llena de las cosas de todos. Me atiborro con lo mío y lo de mi hermano, y decido salir a buscarlos. El bar es grande, tiene varios niveles. Todavía adentro, se me cae una pipa de tagua que llevaba en la mano, ya no puedo volver a encontrarla. Me ofrecen cerveza, pero tengo las manos ocupadas y prefiero buscarlos. Salgo.
     En la entrada, tras la reja, quizás en un estado menos onírico que en el que estoy, veo a Andrés. Me ve, lo veo, pero hay algo {no sé} que no nos deja acercarnos. Debo dar un largo rodeo para acercarme y luego ya no lo veo más. ¿Se devolvió?, ¿entró? Sigo afuera, hay otras mujeres en mi situación. Llegan policías, empiezan a poner bardas de metal, parece que no podré entrar de nuevo. Afuera es de noche y estamos junto a la autopista. Le pregunto a la chica a mi lado qué hacen ellos {los policías}. «Encerrarlos a todos. Nadie va a poder salir, y luego...». Nunca completa la frase. Pienso en mi hermano, mi prima y los demás. ¿Quedaron adentro? ¿Y Andrés? ¿Entraría a buscarme? Los policías terminan, ya no podremos entrar. Sigo cargada de cosas, pero ya no sé para qué; las tiro en un montón. Ropa, maletines, algunos libros, mi chaqueta. Los que están afuera conmigo empiezan a irse. Se diría que huyen. Hacen parar los carros y se meten en ellos, en los camiones, en los baúles.
     Hay otra chica, bonita, que va a mi lado. Me gusta. Perdemos el primer transporte: cuando cruzamos la avenida un auto se acerca, a toda velocidad. Yo estoy detrás de ella, la abrazo por la cintura mientras el carro, blanco, acelera hacia nosotras. Me asusto, seguramente ella también. No debería interponerla entre el carro y yo, pero no puedo hacer más. Sé que en el último momento habría tenido que empujarla {empujarnos} hacia un lado, pero estoy paralizada; nos quedamos quietas, cerramos los ojos. El carro pasa, a través de nosotras, y todo sigue igual. Quizás ya estamos muertas, ¿para qué buscar más la huida? Volvemos a la berma. Unos niños se acercan corriendo y gritando hacia nosotras. Parecen vernos, ¿estamos vivas? Mi compañera se aleja, sola, nunca me habló. Tampoco encuentra lugar en otro maletero que se llena, y sigue caminando. Yo dudo, mis cosas sisguen tiradas por ahí. Debería volver por el libro, por un libro, por mi chaqueta. No voy, finalmente, pero ella ya se ha adelantado, la pierdo.
   Hay una amenaza, de todos modos, nos persiguen. ¿Qué? No sabría decirlo, zombis, o demonios. Más grandes y más fuertes que nosotras, de piel húmeda y lustrosa. Uno me alcanza por detrás, lame horriblemente mi espalda. Tengo la sensación de que un lagarto humano prueba mi piel. No me atrapa, sigo caminando. El resto es confuso, borroso... me quedé huyendo sola, en la calle desierta, de noche, con esos hombres lagarto detrás de mí [...].