1.3.10

Sueño con el chamán y el ritual sangriento

Soñé.
     [...] Hay un anciano, un hombre sabio, un chamán. ¿Estuvo en la cárcel? ¿40 años por robar algo tonto en una tienda?
     Primero estábamos en la universidad, gente de la carrera {no conozco a ninguno, pero son ellos}, unas 40 o 50 personas. Estamos en el intermedio de clases, está anocheciendo.
     La siguiente clase es en otro edificio, lejos, deberíamos irnos ya. Pero llueve. Quizás la lluvia nos impide desplazarnos. Se forman grupos. En uno de ellos la gente cuenta historias de terror. Es sobre algo que acaba de suceder, en un salón, una presentación de alguno de ellos. El salón estaba embrujado, había fantasmas. Pero nadie les cree, nadie cree en fantasmas, debió ser otra cosa.
     Entonces deciden buscar pruebas: vuelven allí. No sé si graban cosas o solamente anotan datos, pero quieren probarnos que han visto fantasmas, cosas embrujadas. Dicen que a las 6pm que ya debería ser noche cerrada— todavía se veía claro. Que la noche nunca llegó. Ahora la luz es así: está oscureciendo, pero nunca termina de oscurecer. Llueve, además, y nosotros estamos en un lugar de cemento, con techo pero sin paredes, una especie de parqueadero. Se siente la lluvia caer e irse filtrando por todas partes. La gente se sienta en el piso. 
     Hay algunas cucarachas, o insectos que se parecen a las cucarachas {no son tan feos} que caminan por ahí. A veces se suben en el hombro de alguien, o en el mío. Alguien dice: «Todo lo que se mueva es una cucaracha». Les tienen miedo. Yo no les tengo miedo y me quito una del hombro, pero me da una mala sensación: no debería haber cucarachas ahí. Yo ando con mi morral rojo, cargando la cámara de video y el steady-cam. A veces dejo la maleta en un rincón junto a otras, pero siempre vuelvo a donde está, la tengo muy pendiente. 
     De pronto viene la oleada de gente que quería probarnos lo de los fantasmas. Ha vuelto a suceder algo extraño, esta vez están seguros. Empiezo a asustarme, por el eterno atardecer y las cucarachas. La gente se contagia del miedo, de pronto es una multitud enardecida que se ha dejado convencer del horror y participan en un ritual sangriento. La mayoría solo son personas enajenadas, pero hay un grupo de cinco o seis que están controlándolo todo. Tienen un aspecto siniestro y una mirada diabólica. 
     Yo busco a Andrés, quiero que nos vayamos de allí, ese lugar me da escalofríos; pero cuando lo encuentro él está enajenado también. No me escucha, no puede escucharme. Va a participar en el ritual. Me doy cuenta de que tiene miedo, el grupo le da una sensación de seguridad, de sentirse aceptado. De pronto todos están alrededor suyo, gritando, cantando el ritual y alentándolo. En medio de todos hay un hombre semidesnudo, acostado y amarrado con cuerdas. Es prisionero, no puede moverse y está tan aterrorizado que no puede gritar. 
     Andrés tiene un arma en la mano, algo filoso y curvo, y la multitud enardecida espera que la use en el prisionero. Yo lo agarro por las piernas {quizá hay alguien reteniéndome}. Le grito y le imploro que nos vayamos, que no lo haga, que despierte. Él no me escucha, su mirada está perdida. la gente sigue gritando. Yo insisto, sin éxito. Algunos del grupo de mirada diabólica ya han notado mi presencia y me acechan.
     En el clímax del ritual, todos alientan a Andrés para que torture a su víctima con el arma que tiene, para que le saque las entrañas sin matarlo, a la manera de la Inquisición medieval. Él levanta el arma. Yo, en medio de la desesperación, lo intento una vez más. Una última vez —me digo—, para impedir que haga algo de lo que se va a arrepentir después: me agarro de su cintura y le suplico que despierte, que nos vayamos de allí, que no le haga esto a su vida. Esta vez un relámpago atraviesa su mirada. No sé si me ha comprendido, pero suelta el arma y se deja guiar. Deja que yo lo saque de allí. Nos movemos entre la gente, pero yo he olvidado mi maleta y debemos buscarla. Por alguna razón no me puedo ir sin ella. Esto nos obliga a demorarnos más de la cuenta y los líderes diabólicos nos encuentran. 
     Nos escapamos un par de veces, pero luego nos llevan a un cuarto, una especie de mazmorra donde hay un grupo de gente. Parecen prisioneros, pero les han hecho algo a sus rostros, pues su piel está seca y rígida, como un cuero grueso blanqueado, seco y viejo, inexpresivo. También la piel de su pecho se ve así. Distingo entre ellos a uno alto, grande, negro y musculoso, quizás africano, que era amigo nuestro antes de que pasara todo esto {ahora no recuerdo más detalles}. También a él le han secado el rostro, pero sus ojos brillan en medio de la piel seca, con una expresión de sabiduría que solo se ve en los ancianos y los chamanes. Anda con un niño pequeño, de unos tres o cuatro años, su hijo. Su mirada me tranquiliza. 
     A Andrés también le han secado la cara y es como si la tuviera cubierta de una gruesa costra de barro seco, como el maquillaje ritual de alguna tribu indígena africana. Parece que ha despertado del todo y somos libres de irnos. Su rostro se ve sabio, como el del chamán que recordé al empezar a escribir este sueño, que no considero una pesadilla [...].

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