31.1.13

Sueño con vampiros


Estoy esperando que empiece una misa que oficiará un amigo mío. Estamos en la nave lateral de una iglesia grande. La iglesia es católica, pero no la ceremonia. Mi amigo no llega y la gente se impacienta. Alguien me ordena buscarlo y yo lo ignoro. No quiero hacerlo.

Llega otro hombre. Dice que mi amigo no puede llegar pero él lo reemplazará. Se parecen, tienen maneras similares, auras cercanas. Pero descubro que este hombre es un vampiro, simplemente me doy cuenta. Y también descubro que mi amigo debe ser un vampiro. Me sorprendo. Comienza la misa.
Yo empiezo a arrastrar una losa de piedra sobre el suelo, pesada y ruidosa. Nadie me ve. El vampiro detiene la ceremonia. No sabe que he sido yo la del ruido, pero no se lo oculto. Él me mira con desprecio, quizá tiene miedo. Me echa del lugar. De todos modos yo no quería quedarme. El hombre se burla de mí. Me dice que yo también seré un vampiro. Le digo que no. Me reta a vernos allí en doce años. Salgo de allí sonriendo. Eso es parte de mi pasado.

Después de aquello descubro que puedo volar sobre los tejados. No mucho, no muy alto, y me canso rápido. Pero... ¡la hostia, estoy volando! Vago un rato por las calles oscuras, me quedo descansando sobre un tejado alto, observo un trozo de ciudad.

30.7.10

Sueño del robo de la camioneta {soñado en la Amazonía}

Soñé que nos robaban la camioneta, a mis padres y a mí.

{...} Vamos montados en ella {¿papá maneja? ¿o yo?}, bajando por la calle de la casa de ellos que da a la carrera 30. Hay un parque allí. Es de noche. ¿Parqueamos? Nos bajamos {¿o vamos a subirnos?}. Dos hombres se acercan, sospechosos pero disimulan. Antes de que nos subamos nos agarran, debemos correr para evitarlos. Son indigentes, tienen mal aspecto. Uno es medio travesti. El otro es moreno, lleva gafas oscuras, como de mafioso. Pero son indigentes.

Corremos desesperados en medio de un miedo enorme, normal para la situación. Queremos salvar la camioneta. Aunque van a robárnosla, ellos nos persiguen a nosotros. Su estrategia es dividirnos. Ellos son dos, nosotros somos tres. Yo trato de evitarlo, quedarme junto a papá, pero no lo consigo. Debo correr. Quizás están armados con armas blancas.

De alguna forma los burlamos, por instinto, sin pensarlo. Además estamos separados, no podemos comunicarnos entre sí. Corremos por nosotros y por la camioneta. Yo trato de buscar a mamá o papá mientras corro. Saber si están bien. Veo a papá, tratando de esquivar a uno de los hombres. A mamá no la veo, sigo corriendo, pero trato de hacerlo en círculos en vez de en línea recta. No quiero alejarme de la camioneta, quiero recuperarla. Al fin lo logramos. Volvemos a subirnos, los tres. Qué susto. Lo comentamos entre nosotros. Después del susto viene la indignación, es el colmo, no debería pasar esto.

Lo peor es que por ahí cerca hay uno −o varios− policías, de a pie o con moto. Están parados en una esquina, sólo miran, pero no hacen nada. Se hacen los que no se enteraron, como si no se hubieran dado cuenta, pero tuvieron que haberlo visto. Estaban ahí y la escena del robo era evidente. Todo esto sucedía en medio de la gente que pasaba, en plena calle. ¿Es de día? Nadie hace nada, no recibimos ayuda de nadie, como si no se dieran cuenta.Pero la persecución es evidente. Ellos tienen facha de ladrones y nosotros de gente corriente.

Hay un político, un diplomático que es responsable de estas situaciones. Debería hacer algo, pero de algún modo sabemos que forma parte de la banda de ladrones. Lo vemos, en medio de un trancón, en una camioneta burbuja de las que en la vida real sólo usan los narcotraficantes y los políticos {es curioso que sean los mismos}. El carro del político va junto a nosotros en el trancón. O quizás están parqueados y los vemos al pasar. Tampoco hacen nada, pues el político que está follando con una mujer en la parte de atrás de su camioneta. Se alcanzan a distinguir sus figuras detrás de las ventanas empañadas de vapor. Él sobre ella, totalmente desnudos. Lo hacen en medio del tráfico. No les importa: tienen guardaespaldas y conductores. Nadie puede hacerles nada.

Los vemos y sabemos que son responsables de lo que nos pasó. Es el colmo, estamos indignados. Y los policías no hacen nada, no sirven para nada. Están ahí, con su uniforme verde, ocupándose de asuntos menos importantes. Cualquier cosa menos el robo rampante que se da frente a ellos.

Seguimos en la camioneta, damos la vuelta al barrio y volvemos a bajar por esa misma calle; esta vez hay un trancón, un semáforo en rojo. A diferencia de la primera vez, hay mucho tráfico. Le digo a mamá −o al que maneja− que estacione en un lugar que hay libre, media cuadra más arriba del primer robo. Es una calle comercial y es de noche. Queremos parar para reponernos del susto, descansar. En ese momento yo les estoy diciendo: «¡Nunca más vuelvo a pasar {¿parquear?} por esta calle!». Pero justo después de que lo digo, señalo el lugar de parqueo para que paremos. Caigo en cuenta en el último momento; es la costumbre, porque siempre pasamos y parqueamos por ahí. «¡No, no, espera!», le digo, «...si yo misma acabo de decirlo».

Sí, es la costumbre pero es tarde para arrepentirse: nos van a robar de nuevo, los mismos dos hombres. Mamá ya no puede acelerar para perderlos porque hay trancón {esta vez estamos todos juntos dentro del carro}.Nos roban un limpiaparabrisas: un hombre que pasa frente al carro, caminando disimulado, mirando al frente, dándonos la espalda. Estamos detenidos por el trancón. Él estira el brazo y arranca el parabrisas al pasar. Sigue caminando, ni siquiera corre. Nos indignamos de nuevo, pero no nos bajamos del carro. Es una calle peligrosa, ya lo aprendimos. Es mejor permanecer todos juntos, dentro del carro. Es preferible que nos roben un limpiaparabrisas y no toda la camioneta {además, ¿quién va a defendernos? La gente no haría nada y se ve que no podemos esperar nada de la policía o los políticos. Así pues, sálvese quien pueda}.

Veo al hombre y pienso que se parece a un amigo mío, en el andar despreocupado, el jean usado, las gafas oscuras. Pero no puede ser él. Es distinto, más desgarbado, más alto. Además mi amigo no es un ladrón, no roba. Quizás el hombre se parece, pero no es él. Estos son ladrones callejeros, expertos en su oficio. Saben cómo robar sin ser detenidos.

Entonces les cuento a mis papás que ya antes habían tratado de robarme la camioneta allí, hace un tiempo. Iba yo sola por esa misma calle. No les había contado a ellos para no preocuparlos y porque finalmente no me habían robado nada {iba a escribir que no había pasado nada, pero sí había pasado: ¡habían tratado de robarme!}. Les cuento para reforzar lo que nos acabó de ocurrir y que, de verdad, no volvamos a pasar por ahí. Para vencer la costumbre {...}.


29.7.10

Sueño con el leñador y la cabaña {soñado en la Amazonía}

Otra pesadilla.

{...} Estoy durmiendo sola, en la cabaña. De pronto escucho golpes y siento que vibran las columnas de madera sobre las que se sostiene la construcción, que se estremece. Alguien está talando, justo debajo de mi cama, debajo de la cabaña. Quedo perpleja. Me asusto mucho y empiezo a sudar frío. Los golpes siguen pero ya no siento la vibración. Me siento amenazada. ¿Qué hacer? Estoy sola en medio del bosque. Pienso en un espíritu del bosque que me amenaza. Tengo miedo. Lo único que se me ocurre es rezar el Padrenuestro. Pienso que eso espantará al diablo, si anda por ahí. Eso he oído. Rezo un Padrenuestro completo, silenciosamente, casi mentalmente. Cuando termino sigo escuchando con atención. No sé si la amenaza sigue ahí. Los golpes siguen {está lloviendo otra vez}. Sigo sudando frío. Rezo otro Padrenuestro, quizás tres sean más efectivos. Rezo tres. Trato de poner fe en ellos pero no me puedo concentrar. Percibo vagamente que algo brilla en mi vientre.

Sigo sintiéndome amenazada, ¿hay alguien ahí? Cuando termino, rezo un Avemaría. Le pediré ayuda a la Señora, en la que puedo poner más fe. Rezo el Avemaría. Pienso en rezar nueve seguidas, quizás sean más efectivas. Pero no puedo seguir. Veo que algo sigue brillando en mi vientre. Verde, como algas marinas. Fosforescente. Me lo cubro con las manos. Es un aparato electrónico, como el MP3 o el celular. Trato de apagarlo, de esconderlo. Cada vez tengo más miedo.

Tomo fuerzas y coraje, me giro en la cama {estaba boca arriba} y me asomo por la ventana. Afuera, abajo, en la esquina de la cabaña veo a un hombre. En la penumbra no lo distingo bien. Ojalá sea Panduro. Le hablo, le pregunto algo como «¿qué quiere?» o «¿quién es?». El hombre me mira y me dice: «necesito 250 o 300 mil pesos». No estoy segura de las cifras. Es un hombre mayor, indígena. «No tengo», le digo. «Váyase». No importa si es verdad lo que le digo. Sólo quiero que se vaya. Pero mi voz suena rara, trabada. No puedo hablar bien. Apenas se me entiende lo que digo: como si tuviera la lengua dormida. En el sueño razono que es porque estoy semidormida todavía y no me he acabado de despertar del todo.

Tengo miedo. Estoy sola y no puedo defenderme. El hombre me podría violar. ¿Qué más puede buscar en mi cabaña en medio de la noche? Pero si no puedo hablar bien, quizás no pueda gritar tampoco. Más allá de la cabaña, subiendo una pequeña pendiente, veo a una mujer que camina hacia allá. No nos ha visto. Está como a 50 metros, o más. Se dirige a una cabaña que veo más allá. Pienso que debería llamarla para pedir ayuda, pero siento que no me va a salir la voz, no puedo gritar bien. Este hombre podría hacer lo que quisiera conmigo {...}.

En esas me despierto. Los golpes que escuchaba en el sueño son la lluvia que cae de los árboles, la humedad. Es el mismo sonido que me pareció una carreta en mi ***pesadilla anterior***. En la oscuridad, pienso que estoy sola, aquí. En medio de la nada, en una cabaña de madera con ventanas de angeo, cualquier hombre podría venir a violarme. Chan duerme lejos de aquí. Podría escuchar mis gritos, o no. Hay mucha vegetación para amortiguar el sonido. Tengo un machete y una navaja, pero ninguno a la mano. No sé si pueda dormir nuevamente. Uso el celular como lámpara para escribir esto, presionando teclas al azar. Cuando miro la pantalla, veo escrito allí «aaaaaaajj». Mi grito silencioso.


28.7.10

Sueño con la cabaña rodante {soñado en la Amazonía}

Soñé.

Ahora es un recuerdo borroso, pero cuando lo tuve era tan vívido que deliberadamente no lo escribí en medio de la noche porque estaba segura de que lo recordaría. El resto de la noche seguí soñando, contándole al resto de mis sueños lo que había soñado durante la primera parte de la noche. Se lo conté a mamá, en otro sueño, y era una historia tan larga que hicimos un montón de cosas mientras yo le contaba este sueño...

Ahora todo lo que recuerdo es que yo estaba en la cabaña Asaí, esta cabaña en la que me estoy quedando. Dormía. Tenía un hijo pequeño conmigo. De pronto, me sentí amenazada. Pensé que había entrado alguien a la cabaña. Pero al mirar comprobé que estaba sola. Como anoche llovió toda la noche, el sonido de la lluvia me acompañó todo el rato, una lluvia suave, deslizándose entre las hojas. En medio del sueño, sonaba como el sonido de una carreta, desplazándose lentamente por un camino de tierra. Miré por la ventana. El paisaje se movía. La cabaña era la carreta. Tenía un par de ruedas enormes, de madera, casi tan altas como la casa. Alguien nos estaba arrastrando por el campo, sin que nos diéramos cuenta. No sabía a dónde nos llevaban. Me asusté por mí y por mi hijo. Lo último que ví afuera, reconocible, fue un computador portátil sobre una mesita, puesto al lado del camino. Cuando lo ví, pensé que era nuestra última oportunidad para encontrar el camino, antes de que nos perdiéramos en la mitad de la nada. Más allá solo había vegetación. En el computador habría alguna información de dónde estábamos... después, ya no sabría cómo volver a casa. Pensé fugazmente en salir de la cabaña con mi hijo, a escondidas, pero algo {no sé qué} me impedía llevarlo a cabo y ni siquiera lo intenté. Desperté de este sueño, primero con miedo {era una pesadilla} y luego con mucho alivio de comprobar que mi cabaña seguía en su lugar.

Ya no recuerdo mucho más de este sueño, y me sorprende lo corto que es, pues a mamá se lo contaba largamente a través de varios episodios. En uno estábamos en una iglesia, asistiendo a misa, con un cura grande y canoso, parecido a Ratzinger. Era una ceremonia católica, y el sacerdote nos daba cruces de falso metal para colgarnos en el cuello. Todos las recibían agradecidos, pero yo miraba al cura con desconfianza. Él lo notó, pero a pesar de eso me entregó la cruz. La recibí porque no podía hacer otra cosa, pero no me la puse.

También recuerdo que estuve con Mariana y con Cintya, a ellas también les contaba mi sueño. Íbamos hacia una fiesta, o algo así, Mariana vestida de punketa, como siempre, con mallas diferentes en cada pierna y chaqueta de jean.

Luego estaba caminando por la calle 32 cerca del parque Renacimiento, hacia la calle 26. Iba sola. De vez en cuando volaba por trechos, lentamente, como a tres metros del suelo, dirigiendo mi dirección con los pies. La gente me miraba extrañada. Yo no sabía bien cómo lo hacía, parecía un simple asunto de voluntad, como caminar. No era tan fácil y a veces me iba contra los edificios o los carros, pero de alguna manera que no comprendía lograba detenerme en el último momento para no estrellarme con nada.

En cierto punto, adelante de mí, como a diez pasos, iba un hombre con su hija y un amigo, en una caminata dominguera. Creo que la niña iba en patines. Ellos jugaban juntos y el amigo solamente los acompañaba. Cuando se fijó en mí retrasó la marcha y vino a decirme porquerías mientras me cogía la mano. La tenía áspera y asquerosa, y se lo dije. Me miró burlón. "¿En serio?", dijo, mientras sonreía, "como nunca me la miro...". Me retrasé de nuevo para perderlos, pero el hombre seguía acechándome. Cruzamos la 26 por una cebra, traté de detener mi marcha, pero él también lo hacía. Cuando ví que iban a seguir derecho para meterse en el barrio Panamericano, yo giré hacia el occidente, bajando frente al cementerio hebreo. Aceleré el paso y al fin los perdí del todo.

Había un trancón tremendo de los carros que subían por la 26. En medio del tránsito detenido ví a un hombre que jugaba ping-pong con su hijo adolescente. Corría en medio de los carros para encontrar la pequeña pelota que había rodado demasiado lejos. Me pareció muy peligroso, pero ellos parecían disfrutarlo. Al fin la encontró {admirablemente, pues una pelota de ping-pong es muy pequeña para buscar en medio de un trancón}. Se la devolvió a su hijo y siguieron jugando.

Seguí caminando y llegué al apartamento de Usatama. Estábamos solos con mi hermano, haciendo una sopa. Miré por el ojo mágico de la puerta de entrada y ví a Hercilia que estaba afuera, limpiando la pared. Era una de las aseadoras. Sentí pena por ella, que estuviera allí trabajando para nosotros, después de ser tan amiga de la familia. Mi hermano abrió la puerta por alguna otra razón y la vió. Solo hasta ese momento la hice pasar. Le ofrecí sopa. Tenía hambre y frío. Entramos a buscarle una chaqueta entre la ropa de mamá. Ella quería una cobija en vez de ropa, y le di la ruana gris que estaba guardada en el closet de papá {...}.

Ahora despierto, ya de madrugada, y siento que olvidé la mayor parte de mi primer sueño. La parte que recuerdo, sin embargo, era la más importante, la que me hizo sentir que había sido una pesadilla.

26.7.10

Sueño con el Coliseo, los dragones de piedra y la gitana {soñado en la Amazonía}

Soñé que estaba despierta y que me daba cuenta de que soñaba y luego soñé que escribía mi sueño. ¡Escribí en mi sueño!

{...} Veo una gran construcción circular. Unos obreros trabajan en una gran obra de cemento, como un estadio. ¿Qué es? Entonces tengo una visión. Hace muchos siglos hubo una construcción así. Enorme, circular, que fue arrasada por el fuego durante varios días. La veo resplandecer en medio de la noche. Recuerdo a Roma, a Nerón, y comprendo que es el Coliseo Romano, aunque nadie me lo dice y en la visión sólo distingo el incendio enorme y lejano, más allá de otras construcciones, en medio de una ciudad. Ahora, los obreros construyen una réplica del Coliseo, en cemento gris, feo y moderno. Y razono: ¿pero por qué harían eso? Terminará incendiándose. ¿Quién querría entrar ahí? Sería como nombrar Titanic a un barco nuevo. Como subirse en él. No tiene sentido.

{...} Luego había una gitana, casi una niña, con la que ya antes había soñado, o eso pensaba en mi sueño. Yo estaba en un edificio abandonado, como una gran bodega. Pero en el segundo piso había una reunión. Entraba para buscar un baño. Como ya había estado ahí antes, sabía que debía caminar hasta el fondo del parqueadero abandonado y subir unas escaleras.

Entonces me cruzaba con hombres de piedra que caminaban. Tenían cabezas como tótems, como los jeroglíficos indígenas de Centroamérica, con adornos parecidos a la serpiente emplumada, todos tallados en piedra. Ahora que los recuerdo, eran como dragones chinos. Vi pasar a uno, del tamaño de un hombre adulto. Lo miré extrañada. Podría ser un disfraz, una máscara..., pero algo me decía que no lo era. Luego vi a otro, caminando hacia la salida como hizo el primero. Él me miró: su ojo de piedra giró en dirección hacia mí y pensé que si fuera una máscara tendría agujeros en vez de ojos, o un respiradero. Pero no era así. Eran hombres de piedra de verdad. Eran silenciosos y caminaban como los hombres de carne.

Yo seguí más adentro del lugar, hacia unas pequeñas escaleras blancas. Subí por ahí. Antes de llegar al segundo piso, en el entrepiso de la escalera, o en medio de dos escalones, vi a un bebé-dragón, un ser de piedra también, pequeño, que se agitaba como un bebé de meses. Silencioso. Lo miré sorprendida, quizás lo levanté. ¡Es como un bebé! Sólo que se veía todo gris, de piedra, con la textura de la piedra y una cabeza pequeña de dragón como la de los seres que había visto abajo. Lo habían dejado allí solo, envuelto en unos trapos azules. Me parece que tenía hambre, quizás buscó mi pecho. Estaba vivo, pero con algo raro en él, algo que no dejaba de ser inanimado. Debí dejarlo allí porque seguí caminando sin él.

Luego veía a la gitana. Yo ya la había visto antes. Era joven y hermosa. Casi una niña, no tenía más de catorce años. Una nínfula, quizás; una niña que casi es mujer. Tenía los ojos color aceituna, la piel blanca y el cabello marrón oscuro, aclarado por el sol. Vi que había pasado, en su corta vida, muchísimo tiempo al sol. La piel de las piernas se veía quemada, envejecida por el sol, pero joven.

La niña no me conocía, pero yo la recordaba. Era hermosa, yo estaba embelesada, como enamorada de ella y recordaba haberlo estado antes también, en otros sueños o en otras vidas. Junto a ella comían en el suelo sus dos hijos pequeños. Un niño de 4 o 5 años y una niña de 2 o 3. Comían huevos revueltos, o arroz, en un plato, unas hojas puestas en el suelo. El niño se untaba la cara con comida y luego saltaba, juguetón, escaleras abajo. Era muy ágil. Salvaba obstáculos sin dificultad.

Le pregunté algo a la gitana y me dijo que iba a un lugar {¿el Amazonas?} y que visitaría varias malocas. Me dio sus nombres. Lo tenía perfectamente claro y admiré su independencia: sabía lo que quería y aunque se veía que no planeaba nada más allá de las próximas semanas, podría seguir adelante y se movería como pez en el agua. No necesitaba quién la cuidara o le dijera cómo hacer las cosas, o lo que ella quería o necesitaba. Era casi una niña, pero con la resolución de una anciana. La admiré y quizás la envidié por eso. Yo, en el sueño, me veía a mí misma como en la vigilia, no sentía nada diferente en mí. Hubiera querido saber, como ella, exactamente a dónde dirigirme, a dónde llegar, con quien hablar, cómo moverme.

Sus dos hijos comían en el suelo. Ella no, solo estaba junto a ellos. Yo terminé de bajar la escalera, con la emoción de haberla visto. Sabía que la conocía de antes, que la había soñado antes, a esa misma gitana.

Luego estaba con Andrés. Estábamos en un taller o una oficina, grande y fresca, en un clima cálido. Yo escribía en un cuaderno grande que usaba horizontalmente. Dibujaba apartes de mi sueño: una rosa, otras figuras. ¡Escribía! No suelo escribir en mis sueños.

Él me preguntó lo que hacía. "Escribo mi sueño", le dije y empecé a contarle lo de la gitana y los dragones. Corrí hasta la escalera y le traje el pequeño dragón de piedra, para que me creyera y entendiera que, a pesar de parecer inerte, estaba vivo. Era un ser mitad vivo y mitad inerte, en realidad.

Y otra hija de la gitana, que al principio creí --emocionada-- que era mi gitana, venía a llevárselo y me daba un trozo {sí, del dragón}. Era de galleta, una galleta salada. Y yo lo sabía, que no era del todo vivo, que también era galleta y se podía comer. Le mostré la gitanilla a Andrés. "¡Es ella!", le dije, pero la niña giró la cabeza para mirarnos mientras se alejaba y vi que no, que era más niña que mi gitana, quizás siete años, más gordita y más blanca. Tenía una falda larga color azul claro con flores o dibujos blancos, y una blusa de boleros blanca. Sonreía. Pensé que sería la hija de mi gitana y que ahora le llevaría al bebé. Se alejó corriendo por la calle, una calle de ciudad grande {...}.

Creo que entonces desperté.


25.6.10

Sueño sobre alucinaciones y locura

Soñé.
    [...] Había un grupo de gente, estaban en mi casa. Estaba papá, mi primo con un computador, Esther, Carlos V., gente conocida. Se iban a caminar por el bosque. Yo me quedaba en la casa. Al rato, Esther me llamaba al celular. Quería saber si Carlos había vuelto a la casa. Lo habían perdido. Al fondo se oía a una muchacha {una del grupo, una amiga de alguien que ahora no recuerdo, quizás amiga de Carlos}, que gritaba: «Él debe estar en la casa, seguro que está allá». Parecía conocerlo. Pero yo estaba sola, Carlos no había vuelto. Colgamos. Me preocupé un poco.
     Luego golpeaban a la puerta. Abrí y era un policía, grande, gordo, algo desgarbado. Me asusté por Carlos. Pensé que lo hubieran encontrado mal. Pero Carlos venía más atrás. Parecía borracho, o drogado {eso pensé en el sueño, pero también pensé que quizás no lo estaba}. Alucinaba. Estaba muy exaltado, pero estaba bien, y contaba la historia de cómo se perdió. Él iba con el grupo y se encontraron con algo, algo grande y oscuro, un espíritu, una entidad. Me parece que Carlos fue el único que la vio. Y le gritó. Quería defender al grupo. La amenazó, la retó para que no les hiciera nada. Nos contaba cómo lo vivió, lo que le gritó al fantasma. {Recordaba la frase exacta, apenas me desperté, pero la olvidé en cuanto empecé a escribir. Es raro cómo se borran los recuerdos de un sueño}. Era un grito imperativo y categórico.
     Todos lo miraban extraño, como si estuviera loco, ido. Yo sabía que no estaba loco, que lo que contaba era real, y que el apasionamiento para defender a sus amigos también era auténtico. Lo abracé, nos miramos a los ojos y nos comprendimos. Lo hice entrar a la casa. Detrás venía su mamá, que estaba muy asustada. Lloraba. Le ofrecía té caliente para tranquilizarla. Sentí pena por la gente que nos rodeaba, que no entendía lo que pasaba. Traté de comunicarme con los demás para decirles que Carlos estaba bien, pero creo que no funcionaba el celular [...].

25.5.10

Sueño de la impaciencia por llegar a casa

Soñé.
     [...] Estoy en un colegio, a la salida de clases, donde se toman los buses que los llevan a todos a casa. Queda en un barrio popular lleno de bullicio y gentes indígenas, en las lomas al sur de Bogotá. Las rutas son buses viejos decorados con avisos y letras recortadas en papeles de colores, una especie de chivas con vidrios. Una de ellas tiene un aviso que dice «TAREAS». Me imagino que los niños que viajan allí van a un salón donde les ayudan con sus tareas. Yo no soy una niña, soy una vieja que solo quiere irse a casa. Sé que si llego cerca de la casa de mi abuelita {es el barrio de ella} será territorio conocido y podré bajarme.
     Tomo el otro bus {que no tiene aviso} sin preguntar nada. El bus arranca. Identifico una calle muy empinada, lo más alto que conozco del barrio, pero pasamos de largo y el bus coge por otro lado. Hay una calle donde venden fritangas y otras cosas en parrillas callejeras. Imagino que es muy barato comer ahí {están llenas}. Pienso en bajarme, pero no quiero carne. Quiero salir del barrio {¿ya no busco la casa de mi abuela?} y sigo en el bus. Luego toma por calles que desconozco por completo. Cuando me doy cuenta, todos los otros pasajeros ya se han bajado, soy la única que sigue en el bus. Yo y la conductora, una indígena de tez morena que «carga» el bus, más que manejarlo. Le pregunto si falta mucho, pero no entiendo lo que me contesta.
     Cuando llegamos, estoy más perdida que antes de subirme. Es un barrio en medio de las montañas, indígena y boliviano. Camino por unas trochas angostas y empinadas. Hay gente delante y detrás mío, caminando en las misma dirección. Adelante de mí va una niña pequeña de cuatro o cinco años. Yo llevo algunas cosas en la mano, una especie de atado de collares y pequeños juguetes de plástico. De algún modo las cosas son de la niña, ella quiere que se las dé. Nos entendemos sin palabras, un poco como los niños.
     No sé dónde estoy y sol quiero llegar a casa, ver algo conocido. En arrebatos de impaciencia, primero se me caen por un barranco unos juguetes que la niña quería, donde ya no se pueden alcanzar. Luego  jalo uno de los collares que la niña me pide, y se rompe. Era de cuentas de colores, con una bolsita tejida en las mismas cuentas a manera de dije, que tenía algo por dentro. Cuando se rompe el fondo de la bolsa se vacía y se pierde lo que había. La bolsa queda rota, prendida al resto del collar. No es bueno. Quiero alcanzar a la niña y dárselo, quizá pedirle perdón, tratar de arreglarlo, pero ya no la alcanzo. Pienso en conservar el collar como un amuleto, pero está incompleto. ¿Qué había dentro de la bolsa? El asunto me fastidia un poco.
     Sigo caminando, sigo en ese barrio. Venden pañolones bolivianos, azules como el que tengo. Debería comprar alguno, quién sabe cuándo vuelva, pero es mucho peso. Entro a una casa, o un local. Todos son indígenas, muy morenos, de cabellos largos. Yo soy una anciana, pero no soy tan morena como ellos. Un hombre alto, con sombrero, me dice algo sobre aprender a usar esos grandes pañolones. En el piso, extendidas, hay unas grandes piezas de un cuero grueso, oscuro y lustroso. Las usan para cabalgar o algo así, pero de modo similar a los pañolones de tela. Yo respondo algo sobre lo difícil que es usarlas, no me siento capaz. Hay una anciana como yo que me dice algo {quizá se burla de mí como los indios viejos}. Su espalda está encorvada y desnuda. Es morena, y su piel es brillante y fuerte como la de un negro, imagino que por las largas jornadas bajo el sol. Se echa un fardo encima y se va, riendo y burlándose. Mi espalda no es como la suya. Y yo no sé usar todas esas cosas. Me siento un poco avergonzada de mí misma [...].