6.4.10

El anillo de cangrejo

Soñé.
     [...] Había un joyero, un hombre gordo que tenía un local en el aeropuerto. Yo iba a viajar a Buenos Aires y quería llevarle un regalo a Sebastián, un anillo. Una joya muy fina, de plata. Tenía $450 mil. Fui un día a encargarla. El hombre me hizo algunas preguntas, ya no recuerdo cuáles, y me dijo que volviera al día siguiente.
     Luego estaba en una fiesta, de noche. Había unas chicas del taller de serigrafía que hablaban conmigo. Estaban mis padres, mi papá estaba afanado por algo, tenía que salir, quería que lo acompañara en la camioneta a llevar a alguien, o traer a alguien, o ir al supermercado. Yo quería quedarme en la fiesta, pero lo acompañaba por no decirle que no. Creo que esto se repetía.
     Cuando volví al aeropuerto a recoger el anillo, tenía el tiempo justo para llegar antes de que cerraran. Iba caminando por unas calles angostas y me detuve varias veces pensando que había dejado el recibo, o que había olvidado el dinero, un billete de $50 mil. Cuando llegué, el hombre estaba atendiendo a alguien más. Recuerdo que atendía junto a su hijo, pero yo me entendí con él todo el tiempo.
     Sacó la joya, en una cajita negra aterciopelada. Me la mostró: era un anillo con forma de cangrejo, enorme para ser un anillo. Venía acompañado de algo como un prendedor, con la figura de un duende, o un demonio, algo humanoide, un prendedor y alguna cosa más. El cangrejo era de filigrana, en plata, tenía muchos detalles, se veía que era muy caro, incluso tenía un par de piedras redondas, como cuarzo transparente, dentro de las tenazas. Pero no me gustaba, era demasiado grande, demasiado aparatoso... y no tenía nada que ver con Sebastián.
Al verlo, me pregunté cómo es que no le había dicho al hombre que hiciera algo con un dragón, que sería mucho más apropiado. Un cangrejo era absurdo, ¿de dónde lo había sacado? Yo esperaba algo abstracto, quizás, algo celta o tribal. Miraba el anillo y no decía nada; el hombre seguía atendiendo y a veces me hacía comentarios, alabando su propio trabajo. Yo no le respondía nada. Había también una pulsera, adornada con piedritas transparentes y naranjas: muchas en el centro y pocas en los extremos. La vi demasiado larga y se lo alcancé a decir al hombre, que tendría que recortarla, pero al ponérmela le di dos vueltas más, y así me cerraba bien. Él me felicitó por mi inventiva para resolverlo, pero había algo en su voz que no sonaba sincero, se veía nervioso.
     Pensé que yo podría quedarme la pulsera y los accesorios y darle a Sebastián solo el anillo. Seguramente no se lo pondría nunca, pero lo guardaría...; en fin, yo no me sentía capaz de decirle al hombre que no le recibiría su trabajo. Y el anillo, aunque no me gustara, tenía mucho trabajo. Luego vi que los otros aderezos que yo antes había pensado que eran un prendedor, en realidad eran dos pendientes largos, del mismo estilo de la pulsera.
     El hombre me decía que por el mismo precio me iba a dejar todo el juego, todos los accesorios. Pero al ver los aretes me percaté del engaño: yo le había dicho que era un regalo para un amigo, eso sí lo recordaba. ¿Por qué, entonces, venía con un par de aretes? Se los mostré, y le dije: «¿No son unos aretes?». El hombre dudó, contestó algo como que podrían ser... Entonces le dije, ya enfadada, que él no había hecho esas cosas porque yo se las había encargado, que él ya las tenía de antes y quería vendérmelas. Eso explicaba lo absurdo del cangrejo, tenía que ser otro encargo que alguien no recogió, y el me lo quería vender a mí. Pensé también que semejante trabajo no lo habría podido hacer en un día: yo apenas ayer había hecho el encargo.
     Por su rostro supe que era verdad. Yo no le había abonado dinero y no iba a pagarle por un trabajo que no había hecho según mi encargo. Además, mi vuelo salía al día siguiente y era tarde para encargar nada más [...].

Mientras me despertaba pensé que podría darle el 10% de lo acordado (o sea $45 mil), a manera de «desagravio», por no haberle comprado nada. A pesar de todo, yo todavía me sentía algo apenada por él. No iba a llevarle nada a Sebastián, pensé; de todos modos, un regalo de $450 mil es muy caro, y no tengo tanto dinero. ¿Por qué no me pareció que darle al joyero los $45 mil hubiera sido un desperdicio? {quizás porque no lo era}.

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